12/28/2010

Andrea no está loca


El ser humano es jodidamente individual. Nunca tenemosmás certezas que las de nuestros sentimientos.Hay mil caras posibles a mostrar cuando la tristeza te invade, y no las mil muestran dolor. Somos islas que apenas tienden puentes de comunicación sana, transparentes, sin ambages”.


Andrea no está loca.
Salvador Navarro



Quien me conoce sabe que mis gustos literarios no van al compás del mercado literario actual. Y cuando Salvador Navarro me invitó a la presentación de su última novela, le pregunté por la anterior a esta, Andrea no está loca, si era posible conseguir un ejemplar de ella, pues estaba interesado en leerla. Él mismo tuvo la generosidad de acercármela hasta Málaga, y pasó a engrosar la estantería de libros pendientes de leer.


Pero los hechos de las últimas tres semanas (una fractura de rótula, y el tener que estar escayolado desde la ingle hasta el dedo gordo, con la consiguiente inmovilidad, durante seis semanas) me ha hecho ponerme al día en libros y películas atrasadas –aunque predomina lo primero- y ayer me puse a ello, no sin algún temor y duda, pues aunque conozco la escritura de Salvador a través de su blog, es muy diferente escribir y expresarse para un libro y en concreto una novela de carácter intimista. No sabía lo que podía encontrarme en las páginas de Andrea. Aun así, me introduje en sus páginas o lo correcto sería decir la novela me atrapó a las pocas hojas.


Y siguiendo mi pauta de hacer recomendación os comento algo de está para incitaros a comprarla y leerla.


La acción transcurre en una ciudad tan cosmopolita como New York, que nos lo muestra en una doble perspectiva, la de un turista (Fran) y la de una persona que lleva viviendo unos años allí (Andrea), lo que conlleva que a los ojos del lector nos descubra sitios y lugares que no están reflejados en las guías de viajes. Nos presenta todas las cosas que hemos visto en las películas pero con un matiz certero, de verdad, a una ciudad grande, individualista, mezclada de razas, un metro antiguo y sucio, un puente ruidoso y que incluso a pesar de su modernidad no esta preparada para un apagón.


Aunque presenta una estructura muy simple a primera vista esconde un gran trabajo por parte del autor, donde bajo un reencuentro de dos personas, y en el periodo de tiempo de diez días, deja entrever hilos del pasado que están pendientes de atar. Todo gira en torno a los dos personajes principales (muy bien construidos), Andrea y Fran, y a cuyo alrededor desfilan unos personajes secundarios que de forma delicada y cuidada van aumentando la intensidad de la narración y encajando piezas del pasado, del presente y del futuro. Novela ágil de leer, sencilla y sobre todo interesante que anima a seguir leyendo hasta acabar en la última página.


Uno de los riegos que lleva el conocer al autor de cualquier novela es buscarle hechos o coincidencias con el personaje y en la presentación de No te supe perder, Salvador dijo algo que no comparto con él. “No hay nada autobiográfico en mis novelas” y quizás porque llevo mucho tiempo leyendo su blog tengo una opinión formada de él, de su forma de escribir y pensar, y que reafirmé en la cena posterior al acto. Discrepo, Salva. En Fran veo hechos tuyos, pensamientos tuyos transpolados al personaje masculino e incluso obras literarias que han dejado huella en ti (y en mi también. ¡Ay, esa calle de la amargura!) y que incitas al lector a que se sumerja en ella. Pero como decía Carmen Martín Gaite “para qué escribir mi autobiografía si todas mis novelas están plagadas de mí”. No obstante, Salvador, gracias por esta novela, por descubrirme New York de una nueva forma y hacerme sentir con tu prosa.


© Miguel Urda

12/13/2010

El baile


A pesar de no haber leído –por el momento- toda la obra de Iréne Némirovsky, me atrevo a afirmar que el libro que voy a recomendar es su joya literaria: El baile, manuscrito que estuvo olvidado durante décadas hasta que fue publicado en el año 2004.

En el libro, la autora nos muestra a una familia Judía, los Kamp, que por un golpe de suerte se convierten en ricos; pero, claro, el dinero no lo otorga todo: les falta el reconocimiento de la elite social parisina de los años veinte. Para ello, organizan un baile donde invitan a la crema y nata de la ciudad. Una pequeña travesura de la protagonista, la hija adolescente, dará al traste con todo ello, pero pone al descubierto la hipocresía de una sociedad, las dificultades que conlleva la relación padres-hijos y a través de la madre nos muestra a un pobre personaje de vodevil, aunque es lo más curioso de toda la historia, así como el detrimento de la unidad familiar por conseguir un renombre.

Todo ello está narrado con una maestría genial, personajes perfectamente definidos, trama amena que dibuja una sonrisa permanente en el lector, pues todos podemos ponerles una cara conocida y familiar a los miembros de la familia Kamp.

Cuando queremos darnos cuenta, el relato ha finalizado más pronto de los que hubiésemos querido. Es un libro fácil de leer y de pocas páginas, pero suficiente para disfrutar de un buen rato de lectura.

© Miguel Urda

12/06/2010

La biblioteca


Hasta hace casi un mes, las discusiones con su hija adolescente eran constantes, motivadas por su desinterés hacia los estudios. De nada había servido los gritos, los castigos… La niña se había ido dando cuenta por sí misma y ahora sólo vivía para los estudios. Prefería hacerlo en la biblioteca. Allí, alegaba, había más tranquilidad, conseguía la concentración necesaria e incluso, dado la cercanía de los exámenes de selectividad, habían ampliado el horario y abría incluso los fines de semana.


Don Alfonso, el padre de la criatura, comentó con su compañero de trabajo el cambio de actitud de su hija respecto a los estudios, a lo cual esté le respondió que a su hijo le había pasado lo mismo.


Los padres no cabían en sí de gozo. Más vale tarde que nunca, se decían cada vez que veían partir a su hija hacia la biblioteca con los libros en la mano. Sólo les cambió el gesto cuando los informativos de las tres de la tarde dieron como noticia la clausura del bar “La Biblioteca” en su ciudad, por venta de estupefacientes y bebidas alcohólicas a menores.


© Miguel Urda

12/01/2010

364 días anónimos


Cuando escribo estas líneas es día uno de diciembre, día internacional del SIDA, tema sobre el que voy a hablar; o mejor dicho, voy a hablar de toda la parafernalia que acompaña a este día. Durante un día al año a todos los ciudadanos nos obligan a tomar conciencia sobre esta enfermedad y colocarnos un lazo rojo en la solapa. En este día todo el mundo es consciente de lo que significa el sida: enfermedades de homosexuales, de drogadictos, del tercer mundo… que afecta “a la parte diferente” de la sociedad. Los medios de comunicación han dado la noticia por activa y por pasiva: se cumplen 20 años de la conmemoración de este día. Y que paradoja tan peculiar: se celebra el día de una enfermedad, lo que parece llevar de forma orgullosa a presentadores de televisión, políticos, gente de la vida social, cuyo rostro es conocido, a lucir un lacito rojo como sinónimo de compasión. Es el momento de ser solidario. Y todo el mundo tiene cantidad de amigos gays, y los gays son la mejor gente del mundo, y no pasa nada por ser gay, y gays, gays, gays… Es el día, es el momento, de ser solidario para acallar una conciencia que olvida esta enfermedad para el resto del año.

Un primero de diciembre caminaba yo por una calle concurrida de mi ciudad cuando una señora, ya entrada en años y vestida de domingo, con una hucha en su mano derecha y un lacito rojo en la izquierda se acercó a mí para exigirme un donativo a favor de esta enfermedad. Con la mirada le dije que no y, sin darme tiempo a hablar la buena señora, metida en su papel de mujer solidaria y de de buen corazón, en ese día de su buena acción, me inquirió en tono inculpatorio e irónico:

- Gracias, señor, por su voluntad. Estas pobres gentes le agradecerán que no haya aportado nada para ayudar a estos desfavorecidos.

Me detuve en seco, al escuchar estas palabras y la señora cambió la cara al ver mi gesto. Debió pensar que sus palabras me habían hecho recapacitar y me paraba para sacar mi cartera y aportar algunas monedas a su hucha.

- Gracias por su voluntad, caballero, volvió a repetir la buena señora, acercando la hucha hacia mí.

Pero al ver que yo seguía sin hacer el gesto que tanto ansiaba ella quedó un poco desconcertada.
-Discúlpeme, buena señora -le dije atenuando la entonación de las dos últimas palabras. ¿Cree usted que por no llevar un lazo rojo en la solapa de mi chaqueta no soy solidario? ¿Qué si no le echo algunas monedas a su pertinente hucha no soy una persona solidaria y digna de esta sociedad? Señora, se le agradece enormemente que dedique parte de su valioso tiempo libre a solicitar dinero para la “pobre gente infectada por esta plaga” como usted ha dicho, pero piense que si no llevo un lazo rojo bien visible, ni me manifiesto pidiendo ayuda tambien puedo ser solidario. Yo, señora, tal y como usted puede comprobar, no llevo un lazo, pero durante 364 días, y de forma anónima, soy participe de esta “sociedad marginada”; no tengo un nombre social reconocido, pero participo de forma intensa en el colectivo BASIDA. Yo solo quiero ayudar, y participo de forma continua con este colectivo porque lo siento, no porque necesite acallar mi conciencia durante un día.

© Miguel Urda
Esta entrada la publique en este blog tal día como de hace un año.