4/21/2011

Frente a la estación central



Faltaban cinco minutos para las ocho pero ya estaba allí, en el lugar que ella le había indicado. No, no estaba nervioso, o intentaba reflejarlo. Era invierno pero el sudor le corría por la frente. Sería por el exceso de abrigo, se dijo.


Cuatro minutos para la hora de la cita y no la veía aparecer, ni siquiera distinguía una figura humana en la oscura y desierta lejanía. Cotejó, de nuevo, que el reloj de la muñeca y del teléfono móvil estuviesen sincronizados. Dos minutos para las ocho y a pesar del intenso frío del mes febrero tenía el cuerpo empapado en sudor. No quería pensar en la cita, pero era algo imposible de apartar de su cabeza.


Las campanas comenzaron a dar las ocho y compitiendo en agudeza visual sobre que reloj mirar primero para comprobar la exactitud de la hora, sus ojos se inclinaron por los dígitos que marcaban el aparato telefónico. Cuando sonó la octava campanada ya había comprobado por tres veces que ambos instrumentos marcaban la misma hora, sin diferencia alguna de segundo.


Ocho y un minuto. Ya llega tarde aunque sólo son sesenta segundos, pero ya pasa de la hora indicada. Seguía sin distinguir la aparición de persona alguna. Volvió a mirar el reloj. Dos minutos pasaban de la hora a la que le citó. Un coche se acerca, se detiene delante de él, lo conduce un hombre, le acompaña una chica joven, no consigue verla bien, pero es ella, el pelo largo y lleva una bufanda roja, el indicativo de que es la chica con quién ha quedado. El corazón comienza a tomar velocidad, a latir a un ritmo muy apresurado. Intenta tragar saliva pero su garganta está seca. Se abre el coche, la joven mujer se despide con un beso de su conductor. Suda, tiene las manos y la frente transpiradas; la chica es más baja de lo que él esperaba. Va a decirle su nombre, ella ni siquiera se da cuenta de él, solo comprueba el reloj y comienza andar con paso ligero hacia el interior del edificio.


El corazón vuelve, tímidamente, a su lugar.


Ocho y tres minutos. Ninguna silueta se percibe en los alrededores más próximos a él. Tres minutos, son sólo tres minutos de retraso. Comprueba el reloj de muñeca y después el nudo de la corbata roja, que ella le ha dicho que lleve puesta. El reloj digital marca las ocho y cuatro. Un corto paseo de diez pasos para intentar apaciguar el nerviosismo. Busca un ruido, un gesto, algo que le diga que alguien se aproxima pero nada, ni por la derecha ni por la izquierda. La plaza está ocupada por la fría soledad de una noche invernal.


Piensa si es el sitio que ella le había dicho. Relee el SMS le había enviado esa mañana: “a las ocho frente a la Estación Central”.


Ocho y cinco minutos. Cinco minutos puede considerarse como un retraso bastante considerable. El dígito cambia a seis mientras mira el aparato. Un ruido, un ruido conocido suena dentro de su nerviosismo, proviene del teléfono móvil. Número desconocido. Sí, ¿dígame?


Un intenso escalofrío había recorrido su cuerpo cuando apretó el botón de finalizar la corta llamada.


© Miguel Urda

4 comentarios:

Javier Ximens dijo...

Hola Miguel, buen ejemplo del tratamiento de tiempo. Es algo así como tiempo narrativo igual al cronológico. Hemos estado todos esperando la llegada de la joven a la cita a ciegas, pero al final... la imaginación.
Me gusta.

Elysa dijo...

Me ha gustado esa descripción de la espera, muy conseguida.
Nos dejas con la duda de qué ha ocurrido, cada lector que decida supongo.
Mantienes el suspenso hasta el final.
Me ha gustado

Besos.

Loli Pérez dijo...

Miguel, estaba leyendo y nerviosa a la vez por saber el desenlace. Pero fiel a tu estilo nos dejas la puerta de la imaginación de par en par.

Buen relato.

Abrazos
L;)

Juanjo dijo...

Buenas Miguel, ya estoy por aquí después de encontrar los tiempos perdidos.

Antes que nada, permíteme decirte que me gusta tu estilo. Aprecio que te mueves bien narrando situaciones que mantienen la tensión y el interés. Al menos, eso me ha parecido.

Este texto me ha hecho pensar en las tan impredecibles citas a ciegas. Entiendo, por el señuelo de la corbata y la bufanda roja, que los dos personajes no se habían visto antes y has conseguido describir los nervios y la incertidumbre que cada uno lleva dentro en estos casos. Desde luego, el relato queda abierto y queda abierto con la posibilidad que cualquier desenlace es posible. Quizá el escalofrío sea una señal de que nada bueno ha de suceder. O simplemente, un escalofrío de incertidumbre puede haberlo sacudido.

Nos vemos el lunes, compañero. Pasa un buen fin de semana.