8/20/2011

Habitaciones desordenadas




Lo que aprendió mientras Julián, el vendedor de la inmobiliaria, le mostraba las habitaciones, fue que otras personas tenían también la casa desordenada.
Las habitaciones desordenadas son sinónimo de vida, pensó Amalia. Se había dado cuenta muy tarde y ahora ella se sentía feliz dejando cosas por medio. Comenzaba a abandonar la férrea disciplina que su madre les imponía a ella y a su hermano. Recoge tus muñecas, Amelia. No quiero el balón de fútbol por cualquier lado, Joaquín. Y así año tras año. La ropa colocada en la silla que cada uno tenía en el cuarto y un pequeño armario para los dos. Nada por medio. Los platos, ya fuesen del desayuno, de la comida o de la cena enseguida se fregaban, incluso cuando se cogía un vaso para beber agua había que limpiarlo y volverlo a guardar en su sitio. Todos los días había que fregar el cuarto de baño, el cuarto de los dos, el de mamá, el comedor, el pasillo, la cocina y una vez en semana la terraza. Los domingos era el día que se quitaba el polvo a las figuritas del mueble bar. Había que darse prisa pues teníamos que estar listos para llegar a misa de doce.
Conforme ella crecía sus responsabilidades domésticas iban a mayor mientras que la única función de su hermano era estudiar. De nada le valió a Amelia revelarse contra la educación de su madre, ni derramar lágrimas. Sentía que se asfixiaba. No podía llegar a casa a la misma hora que sus amigas, tenía que vestir falda escocesa con pliegues, mientras que sus amigas vestían pantalones vaqueros con campana.
Volvió a repetirse “el desorden es vida”. Había sido mucho tiempo de tener una vida organizada, a cada milímetro, a cada centímetro. Veía injusta la vida. Ahora intentaba vivir.
No se detuvo mucho en casa después de enterrar a su madre. Ni pidió a su hermano que la llevase con él a la ciudad, ni se despidió de nadie. Tenía la maleta hecha bastante tiempo atrás.
Treinta y cinco años son muchos años y más para una mujer donde al cruzar la frontera de los treinta el tiempo parece correr de forma precipitada.
La ciudad es dura para vivir pero lo es aún más para subsistir. Alguna noche lloró, pero las lágrimas le recordaban el pasado, lo que la hacían más fuerte. Se acostumbró a la ciudad y a pertenecer a ella. Aprendió a mirar sin miedo, a no tener que dar explicaciones, a vestir pantalones vaqueros e incluso minifaldas. Le fue duro encontrar trabajo, pero lo fue consiguiendo. En unos grandes almacenes se encontró con su hermano, la mujer y el niño recién nacido. Le dijo que no quería nada del pueblo ni regresar a él. Ni tampoco le dijo donde vivía o trabajaba.
Firmó el contrato del alquiler esa misma tarde. Aún tendría que esperar unos días para que los inquilinos actuales lo desalojasen. Después de la firma, Julián le propuso tomar un café. Amalia no aceptó.
Cuando él la llamó para darle las llaves del piso, ella intentando superar esa asfixia intrínseca, se armó de valor y le invitó. Se disculpó, pero los niños estaban a punto de salir del colegio.
El viernes por la mañana recibió una llamada de Julián para preguntar cómo había sido la mudanza. Dejó caer que tenía el fin de semana libre.
Ese fin de semana desayunaron, comieron, cenaron juntos; compartieron jadeos, sudor y sábanas y confidencias que sólo se entregan a un nuevo amor.
Tanta Amalia, Julián así cómo los niños formaron una conjugación perfecta para comenzar a vivir. Ella les permitía el desorden, sabía que era vida y era lo único que le ayudaba para intentar dejar atrás el opresivo pasado.





© Miguel Urda

8/14/2011

En la página 105



… “¿Quién sabe cual podría ser el objetivo del hombre que leyese mucho? Está claro, ¿no lo crees? Volverle loco. En la historia de la literatura hay un buen precedente, Don Alonso Quijano. Maestro indudable de verdadera locura que partió desafiando al destino para encontrar a su Dulcinea del Toboso, pero el hombre actual no se vuelve loco por el hecho de leer y leer. En esta sociedad donde impera la prisa y el “lo quiero ya” el individuo puede volverse loco al no conseguir su IPhone de última generación, al no poder comprarse el último modelo de coche deportivo o no poder lucir su bronceado adquirido durante quince días en una playa de arenas blancas a muchas horas de avión de su lugar habitual de residencia mientras muestra a su cohorte de amigos chupópteros las fotografías en 3D que ha tomado del placentero viaje”.
El escritor, detiene un momento los dedos en su teclado. Relee lo escrito momentos antes, hace un gesto negativo con la cabeza. No, no le gusta lo que ha escrito. Pero está encallado en un mar literario sin final, no sabe qué camino tomar para hallar la salida. Este último trabajo le quita el sueño, el apetito, está de mal humor. Está atascado en la novela. No sabe cómo continuar. Su personaje principal ha perdido relevancia, a favor de un tercero que apenas salía una líneas en el capitulo cinco. Ahora es él quien dirige la trama. Edelmiro Palma está a punto de morir, pero él no quiere que muera, tiene todo planeado para que sobreviva. Lo dicen sus notas, sus esquemas, su hoja de cálculo. Todo esta ahí escrito. Mira constantemente sus anotaciones y no se lo cree. La novela no va por los derroteros que él quiere.
Darío Rubén-personaje secundario- ha tomado las riendas de la acción, en el capitulo seis hace un juego sucio y se hace con el poder de la mente de su creador y ahí está ahora en plena acción intentando volver loco de un modo natural a su enemigo.
Toma el vaso que tiene a su derecha, apenas queda Whisky, apura el vaso. Echa un vistazo a la habitación, a veces le parece que sus personajes están ahí, en plena conversación sin que él haya dado su permiso. Tiene ganas de gritar, de echarse a llorar, pero no puede, tiene una reunión con el editor en apenas una hora. Se lo dijo Darío Rubén: -“eh autor, no te despistes que en un rato vienen a verte”. De buena gana le hubiese dado al botón Delete del ordenador y así acabar con esa pesadilla, pero no podía, llevaba escritas casi trescientas cuarenta y ocho páginas. Bastante problema tuvo al cambiar de narrador en la página ciento cinco y tener que reescribir todo de nuevo. Siempre le quedó una duda, porque ahí se atascó durante unos días y fue incapaz de escribir una sola línea, una sola palabra. Había una voz en su interior que le decía que así no podía seguir, que le diese un giro a la escritura. ¡Qué mejor para ello que cambiar de narrador y volver loco de forma natural, sin que nadie pueda sospechar nada, al protagonista! A partir de ese momento, todo pareció ir en contra suya. Y para mal de todo habían matado al protagonista de forma trágica, sin elegancia, con una sobredosis de telenovela.
Cambió el ordenador de sitio donde escribir, de táctica,… pero Edelmiro Palma seguía muerto, sin responder a sus órdenes y Darío Rubén cada vez le desafiaba más duramente. Todo se escapaba a sus manos. No era posible, ¿por qué? se preguntaba ¿Por qué? ¿De tanto escribir uno puede volverse loco?








© Miguel Urda

8/08/2011

Nubosidad variable.


Esta entrada de blog no es nueva pero dado que por una cosa u otra mi vida parece girar alrededor de esta novela y como es época estival creo que es una recomendación perfecta para volverla a volcar aquí y orientar a alguien en caso de que tenga duda sobre que leer este verano.








NUBOSIDAD VARIABLE




Esta novela narra el reencuentro de dos amigas, de la infancia y adolescencia, Sofía Montalvo y Mariana León después de mucho tiempo de ausencia. El encuentro de ambas protagonistas, de forma casual en la exposición de pintura de un amigo común, es el punto de partida de una “explosión” literaria por parte de las dos mujeres donde expresarán sus sentimientos, estados actuales, hechos pasados… Y podría decirse que retoman la amistad para rellenar un hueco existencial que ocupa el presente.
Sofía es un ama de casa tradicional, ahogada en su vida y rutina familiar, anclada en el pasado, que cumplió el papel de madre con tres hijos, pero estos vuelan a su propio ritmo. Su marido es un añadido al matrimonio, donde se agotó la pasión bien pronto. A pesar de tener una vida interior rica y sin desarrollar, no es feliz y, de forma progresiva, ha ido llegando a un estado de desencanto y desilusión.
Mariana, psiquiatra de profesión, no tiene pareja ni hijos, vive en un presente desorientado que le impide ver dónde se encuentra y busca el porqué de ese desequilibrio emocional, que oculta a los pacientes, pero que se desboca y desborda en la intimidad de su soledad.
Las protagonistas tienen una lucha interior propia, provocada por la situación donde se encuentran, un presente descolocado y donde intentan buscar un apoyo para salir de ese momento. Ambas mujeres toman a la literatura como punto de partida para resolver el momento actual y disfrutar del asentamiento del pasado. Puede decirse que tanto Sofía como Mariana escriben para un destinatario, pero en realidad es para sí mismas: son deberes impuestos por ambas que les sirven de autoayuda.
Mariana le encarga a Sofía que comience a escribir, a lo que ella obedece sin rechistar y de forma gustosa. Comienza a hacerlo en un cuaderno, y a partir de ahí empieza una serie de hechos que motivan al lector a no apartar lo ojos de la lectura. La narración que no tiene un hilo propiamente establecido, sino únicamente las ganas de escribir y de contar, cuya única finalidad es descargar todo lo que lleva en su interior. En un principio parece que comienza a escribir tomando la forma epistolar, pero no toma tal forma y se aproxima más al diario, pero tampoco se amolda a esta forma concretamente. Mientras que Mariana adopta la forma epistolar. Aunque únicamente envía una carta por correo, las demás las escribe para entregarlas en mano a la destinataria.
Desde que ocurre el encuentro fortuito hasta el final de la novela el periodo de tiempo es prácticamente de un mes, -desde finales de abril hasta finales de mayo- muy poco para desarrollar una multitud de acontecimientos del pasado y presente que ambas en “sus deberes escritos” desarrollan. La autora conjuga magistralmente el uso del tiempo en ambas protagonistas, alterna hechos del presente con hilaciones al pasado, sin salir de la historia principal. Los saltos al pasado no tienen un orden cronológico. Las protagonistas tienen tanto por contar que las desborda, las obliga, de forma consentida, a escribir sin dilación alguna, las llena de ilusión, saben que todo lo que escriben pronto tendrá un significado, un sentido. No escriben a la deriva.
A nivel narrativo, comentaré que la autora desarrolla la obra en primera persona la voz del narrador, excepto en el final donde cambia la voz narrativa para usar la tercera persona. Coloca a un personaje ajeno o secundario a la trama principal para contar lo que ocurre. Una buena solución para un final muy abierto a las conclusiones que cada uno pueda extraer
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© Miguel Urda

8/01/2011

Para la próxima cita




Ahora he de ir a mi psiquiatra. Me obligan. Invento cosas que decirle. Ignoro qué pensará de mí. ¡Dice que soy una cebolla muy original! Le tengo ocupado pelando capa tras capa. Y cada capa que deshoja es más complicada que la anterior, me lo dice con una voz profunda “lo suyo es un problema de transgresión bipolar con raíces en la culpa positiva en la pre-infancia provocada por una carencia de estima liberal” y yo me quedo blanca como la pared al escuchar esas palabras. Me entran ganas de decirle “peazo de enfermedad que tengo ¿verdad, doctor?” pero no le digo nada y le dejo que siga observándome, haciéndome preguntas.
-¿Y por qué mira las estrellas?
-Porque yo soy una estrella que me caí en el jardín de los vecinos –respondo, mientras veo cómo lo anota en folios de color ocre-. Me camuflé como una niña rebelde de doce años.
-Y decidió colarse a la casa de al lado para formar parte de ellos como un miembro más.
-Sí, eso es, -le digo mirando sus zapatos que sobresalen por debajo de la mesa. Están manchados de barro.
-¿Cómo le acogieron en su familia? ¿Ya es un miembro más?
-No, no soy una más de la familia. Ninguno de ellos viene a verle a usted, señor psiquiatra, sólo me obligan venir a mí. Si yo estuviese integrada no tendría que venir a verle, ni ponerme este vestido rosa tan feo. Ellos son malos, dicen que estoy loca.
-¿Por qué dicen que está loca?
-No lo sé. Se lo inventan todo ellos. Son malos, quieren liquidarme.
- Pero, si la quieren matar, alguna razón habrá, digo yo
-Sí, tienen envidia de mí. Yo soy una cebolla azul, y ellos son blancos. Vengo de sangre real y cuando hago llorar a los humanos, echan lágrimas azules.
-¿Ah, sí? No lo sabía –me responde el tonto del psiquiatra. Igual piensa que me he creído que se ha creído mi respuesta. Pero yo me lo paso bien.
-Una vez había una princesa falsa –le digo con voz inocente y cambiando de tema, pues comienzo a aburrirme.
- ¿Falsa? –me pregunta el médico con voz de asombro.
-Sí falsa. Resulta que estaban a punto de casarse. En el altar la novia, muy guapa y muy elegante ella, con su vestido blanco de mil metros de cola, portada por muchos pajes, comenzó a llorar y todos los invitados, reyes, princesas, duques, condes,…, empezaron a murmurar cuando vieron que sus lágrimas eran transparentes. El príncipe sin dilación y pena alguna la mandó al cuarto más oscuro del castillo. En las noches de cuarto creciente se la puede escuchar perfectamente llorar.
-¡Guau!, -responde el tonto del psiquiatra-. Así que hay una princesa que intentó engañar al príncipe y está en los calabozos de palacio llorando.
-No, no está atento a lo que le cuento. No era una princesa, sino una plebeya que quiso engañar al príncipe y no está en los calabozos, sino más profundo todavía, en los cuartos oscuros que tiene el Castillo. Se dice que sólo hay camino de ida para llegar allí.
-Vaya, vaya –dice mi psiquiatra anotando de nuevo cosas en los papeles.
¿Qué hará con los papeles después? Ojalá algún día los pierda y yo me los encuentre, podría saber qué piensa de mí. Vería cómo escribe sobre mí y mis fantasías, todas mis locuras y si realmente piensa que estoy muy, muy enferma ¿pedirá consejo a otros médicos? Analizará mi caso con otros colegas, llevará mi enfermedad a conferencias, charlas… ya lo estoy viendo, poniéndose chulito, arreglándose el nudo de la corbata, con un traje gris muy gastado, -que pena que en esto no se parezca a mi papi que tiene muchos armarios con muchos trajes- da un carraspeo para decir que va a hablar y comienza: “Hoy les voy a exponer el caso de la adolescente que a veces piensa que es una cebolla”. Y estará hablando mucho, mucho rato sobre mí. Pero él no sabe que puedo ser muchas más cosas. Ya comienzo a aburrirme otra vez. Para la próxima sesión seré una magdalena voladora que huye de un elefante.






©Miguel Urda

7/23/2011

No sabía el porque de la batalla -2ª parte-




Volvió a la cama, más rápido de lo que fue al baño. Las sábanas aún estaban calientes, el ruido del camión de la basura llegaba como si estuviesen en su mismo cuarto los basureros. Se puso de su lado preferido para coger el sueño, en posición fetal e incluso se metió el dedo pulgar en la boca. Quería dormir, necesitaba dormir. Una estrella de color rojo intenso iba derechita hacia él. De nuevo la batalla de estrellas. Conforme se acercaba la velocidad aumentaba, y él no podía moverse, apartarse, iba dirigida a él. Despertó empapado en sudor 4.42 minutos marcaba el maldito reloj digital que le regalaron sus compañeros de trabajo cuando cumplió los treinta años. Se secó el sudor con la sábana. También estaba empapada. ¿Por qué iban a por él? La vejiga se hizo notar de nuevo. Beber tantas cervezas no era bueno por la noche. ¿Cuántas se había bebido? La cuenta hacía mucho tiempo que la perdió. Nunca estaba muy atento cuando se trataba de estos asuntos. Una vez rota la seriedad que imprimen las primeras rondan de cervecitas y comenzaban a salir las risas tontas, él se vanagloriaba de las causas por las que tenía el antebrazo derecho más desarrollado: el levantar las jarras de cervezas y la autoestimalción sexual diaria. Entonces todos expulsaban grandes carcajadas, aunque había veces que la conversación ya no hacía gracia, sólo cuando había un integrante nuevo en el grupo. Todos sus colegas ya se sabían el comentario, y había alguna voz –casi siempre femenina- que manifestaba su malestar ante tan absurdo comentario.
Intentó engañar, de nuevo, a la vejiga, dándose la vuelta en la cama. Pero ahí lo tenía en rojo, y en grandes números para que no cupiese duda de que no lo viese bien cuando se hiciese notar el maldito despertador. Las 4.59, un minuto faltaba para las cinco, hora en que sonaría el despertador del vecino del primero.- No, el que copula con la ventana abierta no, el vecino de al lado y que mi dormitorio cae encima del suyo-. Es un despertar a tiempos. Durante treinta minutos va sonando el despertador cada diez minutos y a mi me entran ganas de ir a aporrear su puerta cada diez minutos, como los efectos secundarios del despertador, para decirle que se levante de una vez y deje dormir a los demás, aunque me imagino en el primer aporreamiento a todos los vecinos saliendo a ver que pasa. De pronto, piensa, que no estaría mal ver la forma en que duermen los demás vecinos. Piensa en poner un día esa idea en efectivo. Ver si la vecina de enfrente, Doña Amargada, duerme con los rulos puesto, en camisón o en pijama; o si los vecinos de abajo –sí, sí, los que copulan con la ventana abierta- duermen como su madre les trajo al mundo y suben con esa indumentaria a ver qué sucede.
Interesante idea, interesante idea pensó, mientras esquivaba una estrella para introducirse en un leve e inquietante sueño.





© Miguel Urda

7/18/2011

No sabía el porque de la batalla -1ª parte-





No podía dormir porque le atormentaban el ruido de las estrellas. Parecía que había una guerra, chocando unas contra otras. No sabía el porqué de la batalla, pero era intensa. Se había cansado de dar vueltas en la cama, de ver la televisión, de leer, de jugar con la Play Station, de tocarse (sin conseguir que aquello se estimulase mínimamente), de contar ovejitas, elefantes… las estrellas luchaban contra él, contra su sueño. Claro, no lo había pensando, él era el enemigo. Había una conspiración contra su persona.
No quería mirar el reloj digital de la mesita de noche, pero la mirada lo traicionó, marcaba las 3.33 A.M. Pensó que era la edad de Cristo, con tantos tres. ¿A qué hora murió Cristo? No lo sabía. Nunca le había gustado mucho la religión pero ahora le picada la curiosidad. Igual eso era un mensaje del más allá, o mejor un mensaje del Todopoderoso. Él tenía la misma edad de Cristo, treinta y tres años, estaba a tres de marzo y había mirado la hora por última vez a las 3.33. Mañana miraría a la hora en que murió. De pronto pensó: “que muerte tan tremenda ahí en la cruz, medio en cueros, mezclándose el sudor con la sangre y un montón de gente observándolo con mucho morbo”. Le dio un pequeño escalofrío.
La vejiga le reclamó su atención. No tenía ganas de levantarse, hacía frío. Sólo de pensar en pisar descalzo el suelo de mármol blanco para ir al baño le quitaron las ganas, pero fue un intento en vano de engañar a su portador de orina. Esté protesto de nuevo.
Al miccionar en la noche, se sentaba en el inodoro, era más cómodo y no tenía que estar apuntando para que todo el chorrito cayese dentro. No le gustaba el contacto con la fría tapa al sentarse. Qué diferente era –pensó- sentarse en la taza de un inodoro por la mañana o por la tarde a hacerlo de madrugada. Hay veces que uno se sienta para disfrutar del hecho de hacer esas necesidades. Cuando pensamos que la cosa va para largo, cogemos una revista y no nos damos cuenta que estamos ahí sentados hasta que alguien de la familia aporrea la puerta. ¡Qué salgas ya! ¡Estas fabricando la mí….! ¿Te falta mucho? ¡Mira que me lo hago encima!… y tantas frases bonitas e intensas que nos surgen cuando la necesidad de evacuar de nuestro cuerpo es inminente. Sin embargo, cuando uno se sienta en el wáter en la madrugada, es diferente, todo esta en silencio, se escucha el ronquido del vecino de al lado –que su pared pega con la pared de mi cuarto de baño-, los envidiables jadeos de los vecinos del piso de abajo, que copulan con la ventana abierta… Casi parece que uno se sienta en la taza con miedo a invadir la tranquilidad que impera en la madrugada.
Se bajó los pantalones despacito, levantó la tapa y con mucho cuidado se sentó, había algo de miedo a que se le escapen unos gases sonoros porque en los pisos de hoy todo se escucha y como quien no quiere la cosa, el miembro masculino estaba relajadito y empezó a soltar lo que lleva largo rato acumulado. Una vez que se ha terminado llega otro problema de gran calado, ¿tiras o no tiras de la cisterna?




CONTINUARÁ


© Miguel Urda

7/06/2011

Lo que tú quieras



Esta noche, más tarde, te diré que te amo y quizá para entonces estés lo bastante borracho como para creerme, porque el amor llega así, de sopetón, primero con un suspiro y después un intenso cosquilleo en todo el estómago que no te permite vivir.

Para decirte “te quiero” necesito que estés ebrio porque así después no podrás reprocharme nada, e incluso es posible que no te acuerdes de nada de lo que te he dicho. Míralo de la forma que tú quieras y sí, soy cobarde, pero te quiero. Cada uno tiene una forma de amar y la mía es así, en la distancia. He observado durante mucho tiempo cada movimiento tuyo, provocando que los latidos de mi corazón se desboquen cuando te veo pasar. Las veces que hemos coincidido, tú apenas me has hecho caso, pero sólo ver esa sonrisa, con la que me saludaste cuando te vi por primera vez, supe que serías mío.
El amor no se dirige, se quiere o no se quiere; hay conjugación de corazones a la primera o no las hay por eso creo que entre nosotros no hay amor ahora mismo porque no te fijaste bien en mi. Había demasiada gente en la pedida de mano de mi hermana a mi padre y yo era un personaje más de tu historia de amor que pasó desapercibido para ti. De forma disimulada pregunté por ti en casa, y mi hermana me decía que no fisgonease, que estuviese en mis cosas. Cada vez que la veía regresar después de estar contigo el humor era diferente, traía una sonrisa, y sin decir nada y a toda prisa se iba a su cuarto, yo la seguía y le preguntaba, quería que me contara, pero me decía que no era cosas de cría, dándome con las puertas de su cuarto en las narices.

Hay muchas novelas escritas sobre el amor sin llegar ninguna a un punto de unión o de ecuanimidad. Nosotros escribiremos la nuestra. Dejaremos huella en la historia del amor, yo seré tu mujer, tu puta, tu esclava, tu amante, tu compañera, tu fiel servidora… seré todo lo que he leído en los libros de amor en la biblioteca y lo que tú quieras con tal de que me digas te quiero. Saldrán de tu boca estas palabras despacito, deletreando cada consonante, cada vocal, hasta ir juntándolas todas para decir las palabras mágicas que yo tanto deseo sentir. Entonces cuando las escuche, y mi corazón las reciba, dará órdenes para que me vuelva loca por ti. Me postraré a tus pies, mi alma se encadenará a ti, con un candado invisible cuya llave tiraré al fondo del océano más profundo. Ya nadie podrá separarnos.

¡Porque vas a quererme! de eso estoy totalmente convencida, aunque por el camino haya dejado alguna muerte. No me importó matar por ti. Me ha dado un poco de pena ver agonizar a mi hermana, pero yo era feliz, viéndote allí desde la sombra, en su habitación, hablando con mi padre, con los médicos, de la rara enfermedad… Y esta noche te haré mío. Porque todos los hombres beben cuando se les muere su novia, o su mujer. Tú llorarás en mi hombro, beberás. Seré tu consuelo, derramarás lagrimas que serán fuente de energía para redirigirlas hacia ti convertidas en amor. Ya no habrá marcha atrás, amor mío, y ahora sí puedo llamarte amor mío, porque ya no hay nadie que se interponga entre tu y yo. Yo te daré todo lo que ella no te dio y que tu tanto le reprochabas. Os espiaba cuando podía y así escuché cómo ella no te dejaba que le tocarás los pechos o meterle la mano por debajo de las braguitas. Decía que no, que era pecado. A mi no me importa pecar, no hay Dios más grande que tu. Seré toda tuya, ya estoy viendo el día que crucemos el umbral de nuestra casa, recién casados. Yo vestida de blanco con una larga cola de muchos metros y tu llevándome en tus enormes brazos, vestido de príncipe azul, con tu pelo rubio. Seremos felices, amor mío, muy felices, ya me encargaré yo de ello.


©Miguel Urda