10/23/2011

¿PRISIONEROS TECNOLOGICOS? 2ª parte




Con el teléfono móvil estamos perdiendo el respeto a los demás. Cuando voy a escribir en la biblioteca no hay un minuto donde una persona no se levante corriendo –desplazando la silla con el ruido que esta hace- porque tiene una llamada y debe responderla lo antes posible ¿cómo se consigue? Pues quedándose sin aliento y recorriendo la biblioteca a toda prisa, sin importarle si molesta o no para responderla en el baño. Incluso los propios bibliotecarios –los llamo así por educación pero las personas que atienden la biblioteca de Marbella son persona sin cualificar para dicho cargo- llevan su teléfono encima y lo atienden en mitad del pasillo.
En un viaje a Madrid, en el Ave, un señor –con toda la pinta de ejecutivo estresado- durante las 2,50 horas que duró el viaje y no exagero, estuvo literalmente todo el tiempo hablando por teléfono, me enteré que su mujer no dormía como Marilyn Monroe –es decir, solamente con unas gotas de Chanel número 5-sino con pijama de franela; que los niños habían asistido a un campamento en Los picos de Europa en Semana Santa; que su secretaria estaba embarazada y no sabía cómo sería la sustituta (aquí, me entraron ganas de levantarme y preguntarle si se la estaba tirando y si el niño era suyo); de que los informes los tenía que tener antes de las nueve de la mañana del lunes encima de su mes; que su cuñado se había roto una pierna esquiando en Baqueira Beret y no podría ir a la boda de Fermín ... y así hasta completar el trayecto del viaje y para colmo ni siquiera en los dos túneles largos que hay a lo largo del recorrido se le cortó la comunicación. ¿Es o no es una falta de respeto, de civismo hacía los otros viajeros?
O, por las mañanas, cuando me voy a correr, veo cómo otros compañeros de fatiga deportiva, están pendientes del teléfono móvil. ¡Por Dios, por Dios! ¿Quién te puede llamar a las siete de la mañana, cuando las calles apenas están puestas todavía? ¿Tan importante son las llamadas para ir cargando con dicho aparatito a la hora de hacer deporte?
Creo que el teléfono móvil como objeto cotidiano e imprescindible lleva viviendo con nosotros unos diez-quince años y ahora me pregunto yo ¿Cómo hemos vivido veinte siglos sin tener un espía –consentido por nosotros- permanente? Porque pensémoslos bien, hemos puesto un espía en nuestras vidas que nos va indicando todo lo que hacemos y dónde estamos. Pero lo que más desazón provoca en mi es el saber dónde vamos a ir a parar con tanta tecnología.
Hace algún tiempo vi una película, la cual recomiendo encarecidamente “Denise te llama” del director Hal Salwen que me dejó algo tocado y que creo que es una premonición hacia dónde va la sociedad actual. La película es del año 1995, año en que todavía no existían redes sociales y el teléfono móvil podría decirse que estaba en pañales, y un grupo de amigos mantienen la amistad de forma virtual, no se conocen en persona, siempre van con prisas y todos los intentos para quedar son fallidos. Lo cual me hace preguntarme ¿estamos fomentado una sociedad tan comunicada para incomunicarnos? Por favor, veamos la película, observemos el teléfono móvil y… reflexionemos un poco si somos dueños de nuestras vidas o somos esclavos de él y preguntémonos ¿dirige el teléfono móvil nuestras vidas? ¿Somos prisioneros de la tecnología?



© Miguel Urda

10/11/2011

¿PRISIONEROS TECNOLOGICOS? -1ª parte-





¿Cuánto tiempo hace que el teléfono móvil habita en nuestras vidas? ¿Os habéis dado cuenta de que se ha adueñado de ellas? Que es el bien más preciado que tenemos y al que le damos la importancia supina de nuestros bienes materiales.
Dos hechos recientes han provocado que reflexione mucho sobre el camino que lleva la sociedad con el uso de dicho artefacto. Días atrás iba conduciendo por una calle estrecha y de único sentido, un hombre intentaba aparcar, no conseguía meter el coche bien, le daba vueltas y vueltas al volante, empeorando cada vez la situación de aparcar el coche correctamente, cuando me doy cuenta de que está hablando por teléfono móvil e intentado aparcar. ¿Tan trascendental era lo que tenía que hablar que le restó importancia al hecho de tener una cosa entre sus manos como es un coche y que se puede jugar la vida con él además de estar incomodando a otros conductores?
Días atrás estaba en el médico, después de estar esperando la cita dos meses y medio por el tema de mi rodilla y la enfermera me estaba colocando calor en dicha parte, cuando escuchamos el sonido de un SMS. Ella me dejó a mí para atender al teléfono que tenía encima de la mesa y responder. Por ahí si que no pasé y se lo dije, ¿si no le parecía una falta de educación o respeto dejar su puesto laboral para atender el móvil? Ni siquiera se inmutó, es más, me miró con desprecio, como diciéndome que quién era yo para decirle lo que estaba bien o mal. Todo sea dicho, me cogió de buenas ese día, que sino armo el pollo.
¿A dónde vamos a parar con tanta tecnología? Relegamos cosas importantes que estamos haciendo: la cola en el supermercado: hablando de tú a tú con otra persona; compartiendo cervezas con unos colegas... que cuando nos suena el teléfono nos entra una tembladera de piernas que nos hace perder todo el sentido. Ya nos da igual que la cajera del supermercado nos cobre dos veces; que la cerveza se te caliente porque te ha llamado un amigo para decirte que si has visto las nuevas fotos del Facebook de su fantástico viaje al Caribe donde no salió del hotel...
Con el teléfono móvil hemos perdido la virtud de la paciencia. Ya no aguantamos una espera ni siquiera de un minuto. En el momento que llegamos al sitio y vemos que no está la otra persona con la que hemos quedado enseguida hacemos una llamada para ver dónde está. ¡Tan importante es todo lo que tenemos que decirnos, que no sabemos esperar! Estamos perdiendo la esencia de disfrutar de algunas cosas, por ejemplo, me duele ver como una señora cada atardecer da un paseo por la orilla de la playa, pero no deja ni un momento de hablar por su IPhone –ella se encarga de decirle a su interlocutor a viva voz dónde esta y con que marca de aparato está hablando- , no he controlado el tiempo que dura su caminata, pero tanto a la ida como a la vuelta está enganchada al aparato. Y mi pregunta es ¿no es más agradable disfrutar del paseo disfrutando del ruido de las olas y del mar? ¿Realmente aprecia el momento de caminar junto al borde del mar? ¿Qué tiene que hablar que no puede esperar?...
Tengo un amigo que es gran aficionado al móvil –digo aficionado por no decir adicto- y a todas las redes sociales que existen. Hay veces que antes que yo le haya mandado un SMS o un email él prácticamente ya me está respondiendo. Días atrás le dijo a la mujer que si cumplían con las obligaciones maritales y ella le dijo que sí, y sorprendido de que le dijese que sí a la primera, que no le doliese la cabeza, que no estuviese con la menstruación, que si los niños, que si... corrió despavorido a comunicarlo, Facebook, twiter, Messenger, wassup… “su mujer le había dicho que sí a la primera”. Y claro, ¿qué sucedió? Que conforme iban avanzando en la cópula nocturna matrimonial los mensajes de felicitaciones por dicho momento iban llegando y reclamando su atención. ¿Qué paso? Para resumir os diré que... su teléfono móvil se calentó y la mujer se enfrío.

CONTINUARÁ




© Miguel Urda

10/03/2011

Un horario estricto

- Sí, querida marquesa. Yo tengo una hora establecida para cada cosa. Llevar un horario estricto es la única manera de llevar una vida correcta. A las ocho de la mañana hago mis abluciones bajo el sonido de la guitarra de Manolo Caracol, comienzo el día purificando el cuerpo. A las diez y prestando oído a las campanas de la Sagrada Catedral, tomo mi desayuno con dos rebanaitas de pan cateto, restregadas con ajo y después un chorreón de oro verde, junto a mi cafelito negro. A partir de ahí ya soy persona, Doña Fernanda, ya soy persona. Y es que la edad no pasa en balde. Me acuerdo yo que siendo mocito partía de cacería por las fincas de mi difundo padre, el marques de limón-negro, cuando el sol aún dormía para dar caza a lobos, ciervos, zorros, osos, conejos... Era sabida la fama de cazador que yo tenía en todas las tierras de Andalucía y hoy en día ya me ve aquí, Doña Agustina, postrado ante el Cristo del Gran Poder suplicándole algo más de vida.
-Encarna, Doña Encarna,- le corrige la mujer que tiene delante de él.
El anciano ignora las palabras de la señora y continúa hablando.
-Las doce del mediodía es la hora sagrada de Manolo Escobar. No hay mejor cantante en el mundo entero que él. Es la historia de la música, de la copla, de la vida. Mi carro, La minifalda... Canciones que han marcado una época. Me aferro a este recuerdo para vivir, Doña Paquita, para vivir. Atrás quedan los días que fui primer bailarín de Doña Concha Piquer y de Juanita Reina. Para mi se queda la pelea que tuvieron ellas dos por mi culpa. ¡Cómo se tiraban de los pelos! Ambas me querían. Yo era el mejor bailarín del mundo. Rocío Jurado cuando comenzaba en el mundo del flamenqueo me pidió que le hiciese el amor, y se lo hice. Pero no se lo hice ni una noche, ni dos, ni tres, sino muchas noches. Se obsesionó conmigo, viniéndose a vivir cerca de mí. Sólo nos separaban cinco farolas. Pero nunca la engañé. Yo no puedo pertenecer a nadie. Soy del mundo.
Doña Encarna hace un amago de hablar, pero no lo consigue.
- - La hora de la siesta es sagrada, Doña Felisa, el momento más feliz del día. Cuando los ángeles se repliegan del sol para que este no les estropee las alas, por eso Sevilla entera hierve de calor. Y es cuando me despojo de este pijama blanco y me hago invisible. Paseo por la ciudad sin que nadie me vea. No sabe usted, Doña Eloísa, lo pesado que es tener que ir saludando a todo el mundo. Adiós, Señor Conde; Que guapo esta hoy Señor conde; cuidadito con las mocitas señor conde... y así por toda la ciudad. Ni se imagina usted lo que cambia la ciudad cuando se la ve con otros ojos. A la hora de la siesta está llena únicamente de japoneses con cámaras de fotos. ¡cómo han cambiado los tiempos! Y eso que me lo dijo mi gran amigo el difunto Caudillo, aunque yo en la intimidad le llamaba Franquito, porque ambos fuimos compañeros de literas en el frente. Él me pidió que fuese su mano derecha, que teníamos mucho por hacer y tendríamos un país rendido a nuestros pies, pero yo no pude caminar junto a él, Doña Eugenia. Yo siempre he sido libre, libre. Nunca me he aferrado a nadie ni a nada. Y sí, es cierto las habladurías que corren por toda Sevilla, yo fui el amante preferido de la Duquesa de Alba, pero nunca, nunca hablaré sobre ello ni me haré las pruebas esas de nombre raro para saber si el hijo mayor es mío o no. Yo soy un hombre, señora Marquesa, todo un caballero y valgo más por lo que callo que por lo que cuento.
- Doña Encarna mira fijamente al diminuto hombre con la bata blanca que tiene enfrente. Ya no tiene ganas de decir nada.
- -Pues le voy a comentar una cosa, Doña Engracia, que la peor hora es al anochecer. Cuando el sol decide ocultarse para reponer fuerzas y las damiselas sacan sus mejores galas para pasear por la calle Sierpes, pero a mi me da miedo porque es la hora dónde la muerte decide salir a pasear. ¿Sabe usted que la mayoría de las muertes se producen por la noche? Sí, yo lo sé. No le puedo rebelar el secreto de porqué lo sé, pero créame usted que se muy bien lo que me digo, por eso yo le temo a la noche. En la noche no hay campanas para saber la hora, ni lindas damiselas a quien preguntársela y supongamos, Doña Isabel, que yo me muero de noche, ¿cómo voy a poder cumplir mi horario?





©Miguel Urda

9/25/2011

Con cien palabras por...



Cuando me lo propusieron pensé que no sería tan difícil: definirme en cien palabras. Me ha costado lo mío hacerlo y tras varios esbozos de retratos literarios me quedo con éste qué comparto con vosotros. He hecho un poco de trampa, pero considerando que en la vida hay que hacer trampas para sobrevivir pues... ¿quién puede protestar por ello?


Las tiendas de los museos; Murakami; madrugar; el vermut rojo –ya sea de barril o Martini-; Londres; cocinar con y para los amigos; Madredeus; los puzzles; Némirovsky; dar un beso por sorpresa; los libros de segunda mano; Canadá; el café solo matutino; Nancy Wilson; Cvne; las zapatillas Adidas classic; los geles de baño de los hoteles; Dalí; la música de los ochenta; Tavira; Agua Fresca de A.D.; imaginar; Almudena Grandes; cambiar los muebles de sitio; El País dominical –en general los suplementos dominicales-; los faros; las cenas en mi terraza en verano con los amigos; Sakamoto; Astérix y Obélix; Rebeca –el libro y la película-; remolonear en la cama acompañado -cuando hay ocasión-;la playa en invierno; películas en V.O; el café de por las tardes acompañado; Alberto Iglesias; los pantalones Levis –no necesariamente 501-; recibir un beso por sorpresa; las chucherías; Madrid; mirar las nubes; Auster; las libretas sin estrenar; el arroz y el queso –en todos sus tipos y variantes-; John Williams; la barba de tres días; Carmen Martín Gaite; abrir los regalos de mi cumpleaños lentamente; Alien; Marqués de Riscal; fotografiar las hojas amarillas de los árboles caídas en otoño; Motown; Exins Castillo; el olor de los libros nuevos; Japón; las cenas en invierno en el comedor de mi casa; Sandor Márai; escribir en las cafeterías –sobre todo en los Starbucks, aunque el café sea malo y caro); Anthony and The Johnsons; Con faldas y a lo loco; el licor de café; Friedrich; Retorno a Brideshead –libro y serie-; reír; tinto de verano; Mina; sentarme en la calle a observar a la gente; el yoga; el ruido del silencio; discutir con la tele operadora de mi compañía de móvil; los gulags –y todo lo concerniente a ellos-; el frío; 13 Rué del Percebe; México; el helado de chocolate en invierno; Mafalda; Dina Washington; pasear bajo la lluvia –preferiblemente sin paraguas-; Morenbaun; las series de HBO; las velas, los papeles olvidados; abrazar, abrazar y abrazar; las revistas de viajes; la arquitectura clásica; el olor de las papelerías; perderme en una ciudad desconocida; correr; ir al cine y no comer palomitas; Simply Red; los gorros de lana; el bizcocho de yogurt; Marques de Cáceres; Siete vidas; corregir mis escritos con rotulador rojo de punta fija; conducir por el placer de conducir; los anuncios de televisión; Josefina Aldecoa; los calcetines de rayas de colores; Billie Holliday.

¿Os animáis a definiros en 100 palabras? ¿habéis encontrado la trampa?


© Miguel Urda


PD: la foto corresponde al autor de este blog en busca de inspiración.

9/19/2011

Al mismo tiempo -2ª parte-



... Ella me dijo que no, casarse no, pero que no le importaba vivir en pecado conmigo, así sería más excitante.
Fue dicho y hecho, a la noche siguiente apareció con una pequeña bolsa de plástico en mi casa, dijo que no tenía mucho. Había preferido dejarle a su familia lo poco que tenía. Les haría más falta que a ella.
Así, comenzamos a vivir nuestra vida, fueron tres años de intenso amor. Yo prosperaba en mi cargo, llegando el propio Caudillo a felicitarme por los avances conseguidos con mi labor en el Ministerio de la Censura, mientras que mi amada salía de casa por las mañanas y regresaba agotada de su trabajo.
Llegó esa terrible noche, donde al entrar a casa ella no estaba. Me extrañó encontrar la televisión apagada, no verla con los pies encima del sofá – ¡ay!, cuantas veces la regañé diciéndole que aquello no era una postura para una señorita tan delicada y exuberante como ella- . En nuestro cuarto encontré una nota que decía “no te preocupes por mí, no te merezco”. Y así comenzó el calvario de un amor, que ahora tanto tiempo después me he dado cuenta que se ha borrado por completo, pero ha sido gracias a una nueva muchachita que he conocido en el banco segundo del Pasillo principal de los Jardines Centrales, aunque me molesta un poco cuando dice que quiere ser artista



© Miguel Urda

9/12/2011

Al mismo tiempo -1ª parte-





Al mismo tiempo, algo que había en mi interior se borró y extinguió para siempre. En silencio, de una manera definitiva me dolió de una forma sobrecogedora saber que se había agotado para siempre. Si ya es dolorosa la pérdida de un amor, más triste es perder ese recuerdo.
Fue de repente, una mañana al despertarme no pensé en ella, como lo venía últimamente, ni eché de menos el olor de su cuerpo, su calidez en el hueco de sus sábanas. Ya no había nada, no había pasado. Tuve que esforzarme en buscar un recuerdo, en algo que me hiciese saber que ella existió. Como un loco me puse a buscar, miré en los armarios, en los cajones,… en todos los rincones de la casa. No había nada, el recuerdo ya no estaba. Me dirigí al comedor, no estaba, tampoco en la cocina, en el dormitorio, en ningún lado de la casa. ¿Cómo era posible que ya no estuviese el recuerdo? ¿Qué había pasado para perder el hilo conductor de mi vida? En un momento me volví loco. Al principio no lo supe ver y no fue hasta pasado mucho tiempo que me di cuenta que aquello era lo mejor que me había pasado, era el inicio del final.
La mañana comenzaba con un abrazo a mi vacío existencial en mi lado derecha de la cama y unos buenos días, mi amor. Sabría que no tendría respuesta, a continuación mi aseo personal y el enfado de cada día al ver que el desayuno aún estaba sin hacer. Pero no me importaba, prefería que ella se quedase un poco más en la cama, dormir era una medicina reparadora para su ajetreada vida. No hablábamos en todo el día pues ella me lo dejo bien claro cuando comenzamos a vivir juntos: “es mejor así, cariño, pues nuestras ganas de vernos cada noche será mucho mayor”. Y yo le hice caso como buen enamorado. Al salir del Ministerio y llegar a casa, no le reprochaba que la cena no estuviese preparada porque yo entendía su agotamiento. Se lo perdonaba todo cuando me decía con esa boquita pequeña y esos labios, con un carmín rojo intenso y, casi cerrado “te quiero mi vida”. Yo, al escuchar esas palabras ya no era hombre, ni dueño de mis actos, el amor se apoderaba de mi, teniendo que reprimirme para que la saliva no resbalase por mi barbilla.
Nos conocimos en una intensa mañana de un domingo de mayo, donde las rosas peleaban por ocupar su olor en los jardines. Ambos estábamos sentados en un banco de los Jardines Centrales, yo leyendo El Antiguo Testamento y ella la revista de moda Burda. Una mirada mutua bastó para fijarme, yo en ella y ella en mi. A la tercera frase la invité a un vermut. Me lo aceptó sin dudarlo, aunque nunca llegamos a tomarlo. Fuimos derecho a mi piso y allí nos despojamos de todo el anhelo sexual que llevábamos contenido durante mucho tiempo. Me comentó que su situación económica era pésima, su padre en el hospital, su madre ciega, su hermano pequeño cojo a causa de la polio. Y yo, deseoso de poder ayudarle, le di un billete de cien pesetas. Volvimos a encontrarnos al domingo siguiente en el mismo lugar, y al otro y al otro y al otro. El día que no pude prestarle dinero para comprar alimentos para su hermana que estaba en un convento de clausura se enfadó, me dijo que si no la quería, que si estaba con ella por su belleza y me dejó con la palabra en la boca, pero para mí ya era tarde porque yo me había enamorado completamente de ella. Sólo vivía pensado en ella, en esos diecinueve años, en ese ligero taconear, en el canal de sus pechos que se insinuaban bajo su blusa blanca primaveral, en ese hablar tan atrevido y desafiador a veces, en ese pelo rubio que dejaba reposar en mi tórax. Me había enamorado locamente.
El mismo día de la semana, en el mismo sitio y a la misma hora allí estaba ella, y cuando me vio aparecer se puso en pie, corrió hacia mi todo lo que sus altos tacones le permitían y con voz casi infantil me dijo que me quería, que me quería mucho, que la perdonase si me había hecho daño la última vez que nos vimos, pero es que los problemas de su casa la afectaban demasiado. Yo la perdoné al instante y para que viese que no estaba enfadado con ella le propuse que nos casásemos. Ella me dijo que ...





CONTINUARÁ





© Miguel Urda

9/03/2011

El libro perfecto



Sí, querido lector, el libro que usted tiene en sus manos es el libro que siempre quiso leer. Acaso se preguntará si es una tomadura de pelo, pero ¿ha visto usted que este humilde crítico literario le haya engañado alguna vez? ¿Cuántos años llevo recomendando libros en este periódico? Incluso puedo decirle que me ofende si duda de mi palabra, por lo que le pido que si hay un mínimo asomo de ello, cierre el periódico y diríjase a otros menesteres. Profundamente se lo agradeceré.
Es un libro novedoso, que provoca algo de desconfianza la primera vez que lo coge en sus manos. A mí me pasó, pero conforme lo fui entendiendo vi que es una verdadera obra de arte ¿que por qué una obra de arte? ¿Acaso no ha soñado usted con el libro perfecto, con su historia deseada? Y aquí lo tiene: un libro en blanco, para que imagine la historia que usted quiere leer. No, no me miré así, no estoy loco. Sé muy bien lo que me digo, es un libro para cualquier lector. El que todo autor desearía escribir.
¿Se imagina comprar un libro de cincuenta, setenta, cien o doscientas veinte páginas, todas ellas en blanco, dónde el lector puede pensar el final para aquella historia que no le gusto? Sí, ya sé lo que están pensando. No, no me he vuelto loco y claramente veo lo que se está preguntando ¿cómo voy a leer un libro en blanco? Pero la respuesta la tiene usted mismo, siga el mismo ritual de siempre para degustar un libro, cójanlo con cuidado, con cariño, con mimo, refúgiese en su lugar favorito de lectura, tome aire y dispónganse a devorar el mundo de la literatura con una fantasía impoluta. Porque usted no es persona de falso baladí, le avala un pedigrí literario de alto nivel. Si hoy me está leyendo y no es por azar, seguro, seguro que tiene una extensa biblioteca, e insisto de nuevo ¿cuantas veces le he defraudado? Dígamelo, por favor, levante la cabeza del periódico y dígamelo. Así me gusta, que sea sincero. Ninguna.
Le voy a poner un ejemplo para que sepa lo que puede dar el libro de si. Debo remitirme de forma obligada a la obra maestra de la literatura hispánica, eso es, a las aventuras de Don Alonso Quijano. ¡Qué pena que el pobre hombre no pueda nunca mostrar su amor real a Dulcinea del Toboso! Piense, querido lector, piense. Dedíquese dos minutos a pensar y modifique la historia a su antojo. Imagine que Sancho Panza es Cupido disfrazado. Le mandan para hacer posible la historia de amor entre Don Quijote y Dulcinea. ¿Percibe usted la imagen de ellos delante de un altar, siendo felices y –permítame la broma- comiendo perdices...? La historia modificada a su antojo. Cómo usted guste, exigente lector.
¿Se siente más cómodo ahora? ¿Ve lo que quiero indicarle? Lea el libro que usted quiera y como quiera. No hablemos de precio, por favor, es de mala educación hablar de dinero, pero el precio es económico, conforme el tamaño y grosor del libro que desee. Además los hay para todas las ocasiones..
El libro perfecto para cualquier regalo, seguro que nunca le dirán, “ya lo leí” “no es mi estilo literario”, “a mi este autor como que no”... Perdone que insista querido lector, es el libro perfecto, el libro en blanco, en cartoné o pastas duras, en tamaño bolsillo o edición normal.
¿Que les voy a decir del autor? ¿Del inventor de esa magnifica obra de arte? No me entretengo en leer memeces sobre sobre lo que dicen de mí porque ya sabía yo que algún día esto tendría que suceder... Sé que soy un genio, ustedes me lo llevan demostrando muchos años. Olviden a quienes dicen que soy un oportunista publicando un libro en blanco. Porque ustedes, solo ustedes queridos lectores, saben que llevo razón.




© Miguel Urda