En
un rincón del ropero, semiocultos entre jerséis arrebujados y
desechados encontré los patines de acero y velocidad muda. Mi
madre me los había escondido cuando suspendí las matemáticas en el
último curso del ciclo superior. El berrinche me duró varios días,
aunque ella me dijo que la culpa de que no los disfrutase la tenía
yo. «Haber dedicado más
tiempo a las matemáticas», me
espetó. Entonces, cogía aire e impulso para gritarle que las
matemáticas no me gustaban, que odiaba los cosenos, las tangentes,
los números primos y que, sobre todo, odiaba, odiaba y odiaba a la
señorita Hortensia. Le decía que me vengaría de ella, que jamás
tocaría los números… Pero la fuerza se me iba en la expulsión
del aire, agachaba la cabeza y me dirigía al jardín a buscar
saltamontes y salamanquesas para apagar mi ira con ellos.
¿Cuánto
tiempo han estado los patines escondidos tras los jerséis de mi
madre? Los cogí con cuidado, como si fuesen algo muy frágil y que
el tiempo pudiera
resquebrajar. Los observé
detenidamente. Tenían cuatro ruedas rojas con un mínimo desgaste,
incluso podía percibir el olor a nuevo. De repente, me vino a la
cabeza el precio que me costaron, fueron dos mil quinientas pesetas
de la época. Estuve ahorrando desde las Navidades hasta mi
cumpleaños, en mayo, para poder comprármelos. Los usé muy poco
tiempo.
Casi
veinte años han estado ocultos. Comencé a hacer cálculos sobre el
tiempo pasado sin ellos cuando escucho la voz de Aurora subiendo las
escaleras.
-¿Dónde estás, cariño?
Sin saber muy bien por qué y como si fuese un delito o algo
prohibido, escondí los patines rápidamente para que
no los viera.
Cuando
llega, me da un beso y un leve pellizco en el moflete derecho. «Todo
lo que se pudo hacer se hizo»,
me dice con una voz entre lastimosa y apenada. Asiento con un gesto
automático. Me molesta su presencia. Me apetece quedarme solo de
nuevo.
—Estoy
bien, cariño, solo un poco confuso, pero estoy bien, no te preocupes
—le digo mientras la
abrazo, como si quisiera reconfortarla más a ella que a mí.
—Está
anocheciendo —responde mi mujer—. Será mejor que nos vayamos o
encontraremos caravana para entrar en la ciudad.
—Déjame
cinco minutos más, por favor, y nos vamos.
Sin
responder, ella sale de la habitación, que va ganando en penumbra.
Vuelvo
a sacar los patines de su escondite. ¿Por qué nunca los tocó mi
madre? ¿Por qué no me los devolvió? ¿Por qué me olvidé tan
pronto de su existencia?
Me
los pruebo por encima, los pongo al lado del zapato derecho. Mis pies
ahora son más grandes que los patines. Busco el número de pie que
calzaba en mi adolescencia, la escasa luz no me deja descubrirlo.
Ahora los fabrican de forma diferente, van con las ruedas en el
centro porque dicen que soportan mejor el equilibrio. Más
modernidad, más avances para conseguir desplazarse a velocidad por
las calles sintiendo el aire en el rostro. La pregunta de por qué
los abandone tan pronto continúa girando en mi cabeza. Una palabra y
un sonriente rostro adolescente italiano aparece en mi memoria:
Fabia. Fue un verano lleno de descubrimientos.
Mi
mujer grita desde abajo: «Voy
a poner el coche en marcha».
Vuelvo
a esconder los patines en el mismo sitio. «Mañana
vendré a buscarlos», pienso.
Mientras, un nombre ronda por mi cabeza: Fabia.
©
Miguel Urda