La constante negación de querer publicar su primera y gran obra literaria a los veinte años produjo una mofa entre sus amigos más cercanos y parientes llevándolo directamente a una depresión. Decidió mostrarles que estaban equivocados y que algún día el mundo literario se rendiría a sus pies. Resolvió dedicarse por completo al mundo de la escritura. Se compró una máquina de escribir Hispano- Olivetti, la más moderna que había en el mercado en esos momentos, concertó con una papelería de renombre un suministro de Folios Galgo y carretes de tinta para la máquina de escribir una vez al mes y así… comenzó su locura.
Acomodó la habitación principal de la primera planta de la casa que era la que tenía mayor luz natural para tal menester. Se marco un plan de trabajo diario: escribir quince folios por día, durante seis días a la semana, de lunes a sábado, lo que hacía un total de noventa folios. Ni una página más ni una página menos era el espacio que debían ocupar sus novelas.
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A las ocho en punto cada mañana comenzaban sus dedos a deslizarse por las teclas. A las doce hacia un alto para tomar un vermut acompañado de unas aceitunas y frutos secos que la chacha le había dejado silenciosamente. Un breve descanso para volver a la complicada tarea de crear hasta las 15.00 horas, hora que se sentaba a la mesa a comer y posteriormente la siesta. Las tardes las dedicaba a pasear por el cercano Parque del Retiro, hiciese calor o hiciese frío, para llegar, cenar y acostarse.
Una vez que el sábado colocaba la palabra fin en la novela, emitía un profundo suspiro, cogía los folios con las manos y los ordenaba por arriba y por abajo, por la derecha y por la izquierda, los ataba con una cuerda de algodón de color marrón y al armario de las novelas. Casi no cabía ninguna más, tenía que hacer un poco de fuerza para eliminar el aire que los papeles dejan entre sí y den cabida a una más.
El domingo era el día de inspiración, donde pensaba el planteamiento, nudo y desenlace de lo que comenzaría a escribir al día siguiente. Sus constantes años de escritura le habían hecho perfeccionar, ni un error ortográfico, ni una tecla mal pulsada, parecía saberse de memoria los diálogos, los puntos y aparte, las comas, las exclamaciones…
No existía descanso para la creación, trescientos sesenta y cinco días al año, sin vacaciones, sin prestar atención al verano o invierno. Toda su vida era la creación literaria. Los amigos dejaron de contar con él para las juergas nocturnas, dejo de hacer vida social, se olvido de buscar esposa. El tiempo transcurría deprisa, era ajeno al cambio de la gran ciudad que podía contemplarse a través de los grandes ventanales de su habitación, sus dedos finos y puntiagudos pasaron a tomar forma de espatulada¸ su papada cada vez era mayor, su cabeza parecía más despoblada cada día, su espalda comenzó a parecerse a un garfio.
Nunca había contado las novelas que había escrito durante todos estos años, su labor era crear, crear, y crear. Ya vendría la posteridad para darle el reconocimiento que merecía, a pesar que todas sus novelas tuviesen el mismo titulo, argumento y personajes.
© Miguel Urda