Estaba masturbándome, con una película porno de la televisión local, cuando me llegó un sms a mi móvil. La curiosidad pudo más que mi excitación sexual. El texto era conciso “le comunicamos que Cecilia Martínez Pimentel ha fallecido a las 23 horas y 58 minutos. Póngase en contacto con nosotros al siguiente número para los trámites necesarios”.
Por fin, mamá había muerto.
Mostré mi inmensa alegría con un profundo suspiro, a pesar de que con lo ocurrido me bajase la erección por completo y me hubiese fastidiado mi paja nocturna.
Llamé al teléfono indicado. Asentí a todo lo que me dijo la voz, como si aquella conversación fuese ajena a mí. Cuando colgué me di cuenta de que no sentía pena, no había llorado, ni tenía ganas de llorar.
Me duché sin prisas, me vestí con el pantalón y la camisa negra que tenía preparados para la ocasión. A pesar de ser principios de junio la noche era bastante calurosa.
En el ascensor me di cuenta que ahora comenzaba una nueva vida. Mi propia vida. Anduve unos cuantos pasos por la calle cuando decidí volver a casa, necesitaba mostrar mi alegría de alguna forma en esta situación y sólo era posible hacerlo interiormente. Me acordé de los calzoncillos rojos de fin de año. No los encontré en el cajón de la ropa interior, ni de los calcetines ni en el de las camisetas, no estaba por ningún lado; rebusqué en el cesto de la ropa sucia, ahí estaban, casi en el fondo. No recuerdo cuando fue la última vez que me los puse. Los olí, estaban sucios pero los calzoncillos de un día no desprenden mucho olor. Me quité los pantalones y la ropa interior, también negra, me coloqué los slips rojos y de nuevo los pantalones. Era una forma de engañar al luto.
El taxista no tuvo mucho problema de tráfico en la madrugada para llevarme al tanatorio. Cuando llegué, mamá ya estaba allí. Siempre era la primera en todo, incluso hasta en la muerte. Mamá tenía el mismo rostro agrio de siempre, solamente se la veía un poco más delgada tras el cristal. Me acordé de los calzoncillos rojos, y en ese momento me entró un golpe de culpabilidad: estaba delante de mamá con unos calzoncillos sucios, y sin sentir un ápice de dolor.
Pensé que debía comunicarle su fallecimiento a alguien, pero ¿a quién llamar?, ¿a quién debía decirle que mamá había muerto? No tenía a nadie, sólo la tía Puri en el pueblo, pero eran las 4:47 horas, por lo que preferí esperar a una hora prudente, pero para la muerte ninguna hora es buena. También llamaría a mi compañera de trabajo, aunque igual le fastidiaba el domingo.
Debía de estar triste, mostrar pena, pero no podía, siempre he sido muy mal actor.
Al entierro vino más gente de la que yo esperaba. Todos los compañeros de trabajo más cercanos. La vecina, (que me llamó a primera hora de la mañana pues según me dijo me vio salir con el gesto muy preocupado en la madrugada), y varias más cuyo nombre desconozco o me es difícil recordar en estos momentos.
¿Cuántos besos al aire habré dado y recibido en estas horas?, ¿y abrazos?, ¿y palabras de consuelo? Yo solo tenía en mente una cosa, el olor que podría desprender mis calzoncillos rojos y cada vez que daba o recibía un beso lo pensaba; el abrazo implicaba un acercamiento aun mayor, lo que producía más posibilidades de que detectaran un olor extraño en mí.
Durante todo el día no sentí pena por mamá. Me preocupaba el olor de mis calconzillos. Era la primera vez que hacía algo y mamá no podía opinar, ni meterse conmigo, ni echármelo en cara.
No probé bocado desde que cene la noche anterior. Alguien me trajo un termo con caldo, estaba bueno, era un caldo casero como el de toda la vida. Pensé que los fabricantes de caldo en tetrabrik deberían investigar mucho más para conseguir acercar un poco más sus productos al tradicional. Me regañé a mí mismo, como podía estar pensando en cosas en así en lugar de pensar en la muerte de mamá.
Tía Puri no ha podido venir. Sus 82 años se lo han impedido. Me ha sido muy difícil comunicarle la noticia de mamá, cada vez está más sorda. Creo que tampoco ha sentido la muerte de mamá.
Después de comer vino mi jefe con su joven y nueva esposa. El olor a vino que desprendía podía camuflarse con el olor que podían desprender mis calzoncillos. Aparentaba más pena que yo a pesar de no conocer a mamá. Es un buen actor.
El final del velatorio ha sido muy rápido. Parecía una obra de teatro, el cura, el sepulturero, las flores como decorado... todos hacían su papel a la perfección en la función de las siete de la tarde.
Volví solo a casa. Mi compañera quiso llevarme pero le dije que no, que necesitaba la soledad de ese instante. En realidad desde ese momento es cuando estaba completamente solo en la vida.
Nada más llegar me quité la camisa, los pantalones y los calcetines. Me resistía a quitarme los calzoncillos, siento que el rojo es la llave de la puerta de mi nueva vida.
Miguel Urda