4/16/2010

Demasiado amor- 1ª parte.

Para José Manuel y Daniel. Nunca uñas "cañitas" dieron tanto de si.

Demasiado amor. (1ª parte)

En casa la noticia de su despido provocó un denso silencio. El fin de semana lo pasó sin pegar ojo, pero no me derrumbare dijo, en voz alta, el lunes por la mañana, al escuchar sobresaltado el sonido del despertador que había olvidado quitar. Ese día lo dedicó a la oficina de desempleo; el martes visitó amigos y conocidos para contarles su situación y darles currículums; el miércoles compró todos los periódicos para leer minuciosamente los anuncios por palabras. Las noches las dedicaba a rellenar formularios en páginas laborales de internet. No se desanimaría fácilmente, eran momentos difíciles, pero, a pesar de traspasar la frontera de los cuarenta y tantos años era un hombre preparado: licenciado en económicas por la Universidad de Soria, tenía dos Másters: uno realizado sobre la trascendencia del Euro en los países del Magreb y otro sobre las pirámides egipcias y su influencia en los mercados bursátiles actuales; poseía conocimientos de inglés y ofimática a nivel usuario y nunca se le habían caído los anillos por trabajar.

A los dos meses de estar desempleado, tras un fallido intento de cópula con su esposa, cansado de dar vueltas en la cama, fue a beber a la cocina y, a su regreso se sentó en el sofá y le dio al botón del encendido del mando a distancia de la televisión. No era muy dado a ella, únicamente las noticias le llamaban la atención. Se quedó hasta los albores del día: no sabía que de madrugada programasen series clásicas y, para colmo, emitían La casa de la pradera, su serie favorita en la adolescencia y, además, en versión original. Un día después, el insomnio le hizo mirar el reloj repetidas veces. Se levantó cinco minutos antes del comienzo del capítulo de esa noche para coger una cerveza de la nevera y unas patatas fritas para amenizar la velada. Amaneció dormido en el sofá.

Como si hubiese estado programado, cada noche se levantaba a la misma hora para ver el episodio de ese día. Los martes y los jueves emitían capítulos dobles y, cuando su esposa acudía a darle los buenos días, él ya tenía memorizado el parte meteorológico de todas las cadenas informando a su mujer del tiempo que haría en las próximas horas.

Nunca pensó que el sofá –motivo de acaloradas discusiones con su esposa en el momento de su compra- fuese tan cómodo. Todo era cuestión de buscarle la postura apropiada. Tumbarse con un poco de giro en ángulo de 45 grados y alternar los pies con subirlos los pies en la mesa y estirarlos sobre el sofá. La televisión no le quedaba de forma directa para su correcta visualización, pero no le pareció necesario cambiarla, así se obligaba a cambiar la posición de vez en cuando.

No sabía que los programas de por las mañanas tuviesen tantos contenidos, temas muy variados y tan entretenidos. Enseguida supo las cremas que utilizaba Isabel Preysler para conservar esa divina juventud. Tomó nota para regalárselas a su mujer el día de su cumpleaños. Cada día en el almuerzo le contaba a su esposa las novedades de la mañana:

– ¿A que tu no sabías que las Infantas van a las rebajas?; ¡Qué increíble! La Reina Sofía ha repetido vestido: el que utilizó en la recepción de los príncipes de Madagascar lo ha vuelto a usar en el almuerzo privado a los vendedores honorarios de Círculo de Lectores; nunca pude llegar a imaginarme que el sueño de Belén Esteban fuese viajar en Globo ¡Qué feliz se la veía con el pelo al viento!; ¡Qué bien ha quedado George Cloony tras su último paso por el quirófano!

La cara de incredulidad y cabreo de su mujer crecía por momentos.

A veces notaba algo de incomodidad en el sofá y, por más que intentaba acomodar los cojines, nada, eran demasiados rígidos. Aprovechó la increíble oferta de tele-tienda y compró cuatro cojines de textura extra suave, de colores vivos y además le regalaron un lote de diecinueve tupperwares resistentes al horno, microondas y al lavavajillas. El pedido no tardó en llegar ni veinticuatro horas. Su mujer lo miró con cara extrañada cuando lo vio y en la discusión posterior parecía poseída, fuera de sus casillas. Él parecía no entender nada de porqué montó en cólera su mujer. Solamente quería ver el programa de declaraciones de amor que estaba a punto de comenzar.

La tarde era el momento ideal para apoyar la cabeza en su nueva adquisición. ¡Qué manera tan intensa de sufrir tenían las protagonistas de las novelas de la sobremesa!, exclamaba en voz alta. Eso refleja la realidad de la calle, del ser humano. Más de una vez se le escapó alguna lágrima con ellos.
CONTINUARA

© Miguel Urda

4/11/2010

PROTESTAS

Lo sabía, pero es como esas cosas que ves que no son como crees que son y les das otra oportunidad para comprobar que realmente no te estas equivocando.

Y así fue. Primero pasó cuando redacté una carta quejándome al presidente de la comunidad por el ruido de los bajantes. Tuve que reescribirla tres veces para que dijese exactamente lo que yo quería expresar.

La siguiente vez me ocurrió con un e-mail donde ponía verde al banco y le reclamaba una comisión que me había cobrado. Cuando terminé de redactarlo aquel no era el e-mail que yo quería escribir, que mis dedos estaban tecleando. Desistí reclamar los cinco euros de comisión.

La tercera vez fui totalmente consciente de ello el teclado escribía a su antojo. Intentaba escribir un e-mail de protesta al defensor del espectador. El teclado vomitaba palabras que no salían de mis dedos. Estaba a favor de los programas del corazón. No mandé mi queja.

Hice una prueba con un amigo. Le dije que escribiese algo desde mi teclado. Escribió lo que quiso.
El teclado era mi enemigo.

Volví a intentarlo, un e-mail protesta a la Comisión Europea del Ahorro Energético sobre los trastornos que provoca el cambio de hora. El teclado escribía todo lo contrario. Daba las gracias por tener una hora más de luz al día. Cerré el ordenador de un golpe y todo furioso.

Estuve sin abrir el ordenador varios días, había veces que lo miraba de reojo para ver si había algo extraño en él. Desenchufé el teclado, le quite el polvo, lo miré detenidamente, exteriormente todo era igual que siempre. Le dije algunas palabras cariñosas incluso lo acaricie.

Volví a la carga de nuevo.

En un e-mail protesta colectivo a todas las ONG para protestar sobre la evidencia del cambio climático el teclado volvió a hacer de las suyas. Daba datos para promover causas que incentivasen dicho cambio.

En un ataque de desesperación probé a escribir de forma contraria, a escribir lo que yo no quería escribir. Y así comencé a redactar un e-mail donde mostraba mi conformidad con el incremento de la comida rápida en los colegios. El teclado me daba la razón.

Grité de rabia, de impotencia,... tiré del cable que lo amamantaba de la placa base. Lo golpeé con la mesa, lo pisé, lloré.

Decidí comprar un teclado nuevo, sin dilación alguna. Envolví el antiguo en tres bolsas de basura negras y lo deposité en el correspondiente contenedor.

El nuevo teclado parecía ir a las mil maravillas. Redacté un montón de correos pendientes que tenía. La pesadilla parecía haber acabado.

Al día siguiente recibí un e-mail que decía “no te librarás tan fácilmente de mí”.

© Miguel Urda

4/06/2010

Pacífico


Hallar una novela en el mercado editorial que entretenga es fácil pero que te haga soltar la lectura para detener las emociones que de ella emanan es difícil de encontrar. El libro en cuestión se llama “Pacífico”, y el autor es José Antonio Garriga Vela.

Es una novela ciento setenta y cuatro páginas plagada de sensaciones y que presenta personajes (tanto principales como secundarios) construidos de manera intimista, totalmente reales y reconocibles en un nuestro entorno cotidiano. Su lectura es fácil en el sentido de que permite acabarla sin apenas necesitar hacer ningún alto en el proceso degustativo de leerla; pero no por ello deja ser una obra maestra, favorecida y difundida por los eficaces los comentarios que el boca a boca provoca.

A pesar de su brevedad, es una prosa con una intensidad narrativa sorprendente, exquisita, cuidada y elaborada al milímetro. De hecho, el autor ha tardado siete años en escribir esta novela. Una trama perfectamente hilvanada donde a veces se nos muestra a los personajes como actores de una obra de teatro dentro de una novela, con ambientes cerrados en los que domina el azar, elemento determinante en la vida de los protagonistas y de la familia en si.

El propio nombre de la novela, Pacífico, aunque sugiere múltiples interpretaciones, marca desde el comienzo el camino por el que discurre la narración. Pacífica es la forma de ser del protagonista de la historia. Te adentras en la trama de forma pacífica, sin darte cuenta, y no podrás salir de ella hasta terminar de leer la última página.

Con el paso del tiempo, los best-sellers pasan al olvido, tienen un ciclo de vida que normalmente es corto, pero esta novela queda muy lejos de ser uno de esos, pues le ocurrirá todo lo contrario: aunque lleva dos años ya en el mercado, acaba de comenzar su exitosa carrera literaria. Pacífico pertenece a esa clase de novelas que poco a poco van adquiriendo más importancia en la biblioteca de todo exquisito lector. De hecho, es una novela a la que le ha concedido el premio Dulce Chacón de 2009, que, para quién no lo sepa, es un premio que se concede a la mejor novela del año y al que no pueden presentarse los escritores, sino que se otorga a un autor concreto por una novela determinada.

Por último, debo decir que el final de la obra me impresionó por su fuerte y sorprendente desenlace. Y, a mi modo de ver, este aspecto quizás es lo que le resta algo de importancia al propio trabajo narrativo, quedando siempre el sabor del final, desmereciendo un poco la cuidada prosa.

Aun así, debo decir que no dudaré en comprar la próxima novela de José Antonio Garriga Vela.

Enhorabuena por este excelente trabajo narrativo.
© Miguel Urda

4/04/2010

Rayas de Colores -2ª Parte-



—De acuerdo –dice el médico —me parece muy bien.
—Todo lo que dicen esos papeles es mentira –dice el enfermo, señalando con la cabeza una carpeta de color marrón que tiene el médico en la mesa en la parte izquierda.
—Pero yo no lo sé. ¿Quiere contarme por qué es mentira? –pregunta el médico.
— ¿Qué le cuente qué? ¿Qué todo es mentira? ¿Qué ustedes con escribir tres parrafadas dicen que estoy loco? Locos están ustedes.
El médico, con un bolígrafo Bic de color negro, comienza a anotar en el folio, separado por guiones: ‘Violencia verbal’, ‘Desconfianza’…
—Si, están locos ustedes –continúa diciendo el enfermo. —Esta sociedad esta loca. De nunca me han gustado los maricones, son gente que no merecen vivir.
—¿Por qué no merecen vivir? —pregunta el doctor.
— Porque son maricones. A todos tenían que meterle un palo por….
>> Qué hijo de puta, no ha cambiado un ápice. Sigue siendo el mismo de cuando tenía diez años, cuando en clase me proponía pinchar las ruedas del coche del maestro de sociales, que presentaba rasgos afeminados. Se burlaba de él llamándole “Mariquita Pérez” cuando éste le preguntaba en clase si había hecho los ejercicios o se sabía la lección. Suena con tanta nitidez el pasado que ya creía tenerlo olvidado. Siempre me pregunté el porqué de tanto odio hacia ese colectivo. Siempre la palabra “maricón” en tu boca.>>
— ¿Y por qué los acosa? ¿Se meten ellos con usted? —pregunta el médico intentando controlar la voz.
—No merecen vivir. Son la escoria de esta sociedad.
El médico continúa escribiendo en los folios, ha dado la vuelta al primer folio: rasgos de homofobia marcados desde una edad bien temprana.
—¿Desde cuándo cree que no merecen la pena vivir los homosexuales? –le pregunta el médico.
—Desde siempre. Nunca han tenido que existir.
— ¿Cuál es el motivo por el que no deben existir? —le dice el médico, mirándole a la cara fijamente.
El paciente no contesta. Gira la cabeza hacia la derecha y hacia la izquierda, pero vuelve a fijar la mirada en el médico.
—Yo conocí a un Jesús Figueroa en el colegio —comienza a decir el enfermo—, ¿sabe? Éramos vecinos. Él llegó al pueblo en Navidad, su padre era Guardia Civil y fue destinado allí, un maldito pueblo que ni siquiera tiene importancia para aparecer en los mapas. Hacía mucho frío cuando llegó y del autobús de línea solo se bajaron ellos cuatro: sus padres, su hermana y él, con una maleta cada uno en la mano. Hice amistad enseguida con el niño. Teníamos la misma edad, era aplicado. A pesar de estar el curso comenzado, enseguida cogió el ritmo de las clases. Le sentaron junto a mí, compartíamos el mismo pupitre.
El médico no dice nada, deja que hable el paciente.
—Vivimos muchas cosas, ¿sabe usted, doctor? —le advierte el paciente—.También hicimos muchas guarradas. ¿Sabe? Después de comer, en verano, cuando todo el mundo dormía la siesta y el calor era insoportable, nos íbamos al campo del Blas, que tenía una casa derrumbada, y allí nos tocábamos la polla. Entonces no la conocíamos como tal, entonces era pilila. Las dos eran muy chiquititas, aunque la de él era mayor que la mía. Un día me obligó a que se la chupase. Me dijo: ‘’chupa, chupa, que está muy rica’’. Y yo agaché la cabeza, y comencé a chupársela. La verdad es que no le encontré sabor, solo noté que le crecía un poco más.
— ¿Y por eso hoy odia a los homosexuales? —le pregunta el médico.
—No, por eso no. Eso fueron mariconadas de niños, juegos sin maldad. ¿Usted no ha jugado a los médicos de pequeño? Sí, sí que jugó y además le debió de gustar, si no, no vestiría una bata blanca hoy.
— ¿Entonces cuál es el motivo? —pregunta el médico.
— ¡A usted se lo voy a decir yo! —responde Matías. —No estoy loco, aunque ustedes crean que sí. El doctor mira fijamente a Matías. Se hace un silencio en la sala que el paciente rompe.
—Me ha caído usted bien doctor. ¿Ha muerto el otro?, porque parecía a punto de estirar la pata.
—Para serle franco, desconozco qué le ha pasado a mi antecesor –responde el médico.
— ¿Sabe usted, doctor? A veces creo que estoy loco. ¿Quiere saber por qué?
—Pues sí —contesta el médico.
—Porque mi amigo de la infancia tenía la misma costumbre que usted. Llevar calcetines de rayas de colores, y cuando le he visto me he preguntado: ¿será este doctor el maricón del Jesús Figueroa?

© Miguel Urda

4/01/2010

Mi afición desmedida por lo inútil.


Casi toda mi vida he escrito pero nunca a nivel profesional, en serio o de forma continuada. Este blog me hizo encauzar un poco un compromiso con los lectores y seguidores, pero no sería hasta el verano pasado, cuando me apunté a un Taller Literario, donde mis ideas han ido tomando orden así como el aprender muchas otras cosas que plasmo en los relatos que últimamente estoy escribiendo.

Para este taller hubo que escribir ocho relatos en unos doce días más o menos, es decir, había que escribir un relato en un día y medio. El objetivo lo cumplí, tengo mis ochos relatos terminados. Con mayor o menor calidad, consistencia narrativa o argumental pero están ahí. Fue un reto muy grande y ahora veo los frutos, la publicación de un relato en un libro, Mi afición desmedida por lo inútil, junto a mis compañeros de cursillo. Mi relato se llama Rayas de Colores.
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Cuando he leído el relato en el libro le he encontrado miles de fallos y muchas cosas que no me gustan: punto de vista, narrador, tema,… pero los relatos están escritos bajo las pautas marcadas de un taller literario. Y lo hecho, hecho está, quizás lo veo ahora todo de forma diferente por los conocimientos narrativos que he ido adquiriendo durante este tiempo. Pero a la vez que le he visto tantos errores me llena de satisfacción ver que ese relato ha salido de mi cabecita loca (a veces me sorprende mi propia coherencia). Quiero agradecer a mis cobayas. sufridores literarios, quienes aguantaron mis primeros borradores, mis lecturas, mis dudas, mis miedos y me ofrecieron toda su colaboración.
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Aún no consigo acostumbrarme a ver mi nombre y apellido en un libro. Un libro con deposito legal e ISBN lo que significa que la Biblioteca Nacional tiene dos ejemplares y cualquier persona puede ir a leerlo. Me llena de ilusión saber que un lector anónimo va a leer una historia inventada por mí en cualquier lugar. Esto me anima a seguir esforzándome por crear historias –la verdad que muchas veces vienen por sí solas- , a no tenerle miedo al folio en blanco, a disfrutar escribiendo, a sufrir escribiendo –esto último es posible que solo lo entiendan las personas que le guste escribir-, a seguir y seguir escribiendo.

El libro es una colaboración o acuerdo entre la Universidad de Sevilla, La Junta de Andalucía y el Ateneo de Málaga. Lo ha publicado la editorial Padilla Libros. Sólo esta en librerías bajo petición. Y como creo que debo mucho a los lectores de los papeles olvidados lo vuelco el relato aquí para que lo disfrutéis, como yo lo he hecho escribiendo.

Espero que os guste.
© Miguel Urda


RAYAS DE COLORES

-1ª parte-
El doctor Jesús Figueroa comienza a anotar en un folio, en cuya parte superior derecha puede leerse el membrete “Clínica Psiquiátrica El bienestar”, la fecha con una caligrafía inclinada y algo ilegible. En el renglón inferior y en el mismo margen escribe la hora: 10.05 a.m.
Previamente ha estado leyendo el informe psicológico y psiquiátrico de Matías Martínez Montero. Se le ha diagnosticado un trastorno obsesivo compulsivo con tendencia a la fobia social ─o a padecerla─ así como homofobia.
El doctor Figueroa aparenta tener poco más de treinta años. Debajo de su bata blanca asoman unos pantalones vaqueros desgastados por muchos lavados y algo cortos que dejan entrever unos llamativos calcetines con rayas de colores (rosa, azul, rojo, morado y blanco) y unos zapatos náuticos de invierno. No parece llevar camisa, aunque se le transparenta una camiseta interior de tirantes y algún rizo del pelo rebelde del pecho sobresale por el pico de la bata.
La consulta donde se encuentra no es muy grande, tiene alicatada las cuatro paredes con azulejos cuadrados de color blanco. Pocos muebles la habitan: un aparador de cristal sin medicamento alguno, una camilla de color negro cuyo skay roído deja al descubierto unos pequeños jirones de goma espuma; una mesa de escritorio donde ningún utensilio de escritura reposa en ella, excepto los papeles que el médico ha llevado; y dos sillones de color negro gastados por el paso del tiempo. No hay ventanas, solo una despiadada luz eléctrica y un obsoleto aparato de calefacción, con un intermitente y constante ronroneo que indica que está en funcionamiento.
Se oye golpear la puerta levemente por unos nudillos y, sin escuchar un “adelante”, se abre. Entran dos enfermeros uniformados con bata blanca, uno de ellos lleva unos zuecos de goma del mismo color que la bata; y el otro, unas zapatillas de deporte de color negro. Acompañan al enfermo llevándolo cogido cada uno por un brazo. Lo sientan en el sillón delante del doctor y le sujetan los brazos al reposabrazos del sillón con algo parecido a una venda.
—Aquí se lo dejamos, doctor —dice uno de ellos, ya casi en la puerta—. Si necesita algo, toque el timbre que tiene ahí —dice señalando la parte derecha de la mesa.
El médico asiente con la cabeza.
—De acuerdo, gracias —les responde.
El enfermo aparenta haberle añadido tiempo de más a su vida. Físicamente aparenta tener unos cuarenta y tantos años, aunque en su informe dice tener treinta y cinco años. Un metro setenta de estatura, complexión delgada, piel blanquecina, ojos hundidos, barba sin afeitar de unos cuantos días, lo que contrasta con su cabeza, completamente afeitada. Viste con chándal, aunque las piezas no coordinan entre sí; la parte inferior es de color azul marino y de marca Adidas, mientras que la parte superior es de color rojo y tiene un puma dibujado en la pechera; en los pies lleva unas zapatillas de estilo indio, con piel por dentro que sobresale por los bordes.
—Usted no es el médico de siempre —dice el enfermo.
—No, en efecto. Soy el nuevo médico. A partir de ahora seré yo quien le atienda. Me llamo Jesús Figueroa.
Continuará
© Miguel Urda

3/30/2010

Un Marlon Brando muy particular -2ª parte-

Cuando usted venía a casa, frecuencia que fue aumentado con excusas banales conforme yo iba creciendo y adentrándome en la adolescencia, yo corría a meterme al cuarto que compartía con mi hermano alegando que tenía que estudiar, pero usted bien que se las inventaba para que yo saliese a saludarla, tanto a la llegada como a la partida y a darle dos besos.
¿Qué edad tendría usted por entonces?
Un día se lo pregunté a mi madre, la cual me contestó que había cinco años de diferencia entre Doña Paquita y ella.
-¿Y cuántos años tiene usted, madre? –le pregunté.
-Doña Paquita cumplió en el mes de las flores cuarenta años, pero ya la ves, hijo, está como una flor ceniza, viuda, sin hijos y con una mirada de mujer marchita.
Desde que mi madre me la definió así, usted cobró una atención especial para mí. Aunque seguía rehuyéndola, pero cuando usted me acosaba, me fijaba en todos sus detalles. Lo primero que pude comprobar eran sus ojos. Intenté buscar lo que mi madre había dicho, pero yo no vi nada, solo unos ojos marrones. Tardé mucho tiempo en comprender la tristeza de sus ojos.
Me consta que yo fui importante para usted, pero usted no lo fue para mí. Guardé el secreto para siempre, su secreto. No era mío aunque, más tarde me di cuenta de que al callarme, me hice su cómplice. Fue la única pregunta que le hice en aquella primera visita que me hizo a la residencia de estudiantes:
-¿Qué cree usted que diría mi madre si supiese que me obligó a acostarme con usted?
Con su elegancia innata no respondió, dirigió su mirada a una orla con la fotografía de la promoción del año anterior a la mía. Y me preguntó:
- Ya te queda poco para acabar la carrera, ¿no?
Creí que había me liberado de usted cuando marché a la ciudad a estudiar la carrera; pero cuando menos lo esperaba, me encontraba con la ausencia de sus besos, de su delicada y suave ropa interior blanca, de su piel nívea. Usted siempre fue muy astuta, Doña Paquita, nunca permitió algo más, solamente momentos. Consiguió aplacar mi rebeldía, fue atrapándome despacito, enseñándome el sexo paso a paso incluso, aprendiendo los dos a la vez. Nunca he sido capaz de explicarle a mi mujer el por que aborrezco la mantequilla. ¿Se acuerda? Usted había visto la noche anterior “El último Tango en París” y quiso que yo fuese su Marlon Brando particular. Se creó una rutina mensual, una visita a la capital, una pensión discreta y muchos momentos de jadeos.

Todo cambio el día en que usted se enteró de que yo tenía novia formal. Ese día no permitió que yo acariciase su piel ni quiso oír ningún susurro, nada .No quiso atenerse a razones, me dijo que la había engañado, que había jugado con ella. Que la había defraudado. Sería mejor dejarlo. A partir de ese momento, se cancelaron las visitas a la ciudad.

Solo la vi una vez más, en el entierro de mi padre, ella, astuta como siempre, se las ingenio para esquivarme y evitar darme el pésame.
Desde lejos, pude comprobar que el tiempo había corrido muy deprisa por ella.

© Miguel Urda

3/27/2010

Un Marlon Brando muy particular -1ª parte-

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Hay llamadas de teléfono que no dejan buen sabor de boca. Era mi madre quien me llamaba para comunicarme la muerte de Doña Paquita. En un principio, la noticia me ha dejado indiferente o, por lo menos, eso he intentado mostrar. Mi mujer me ha preguntado si la quería mucho, si fue parte importante en mi vida. No he sido capaz de responderle, tampoco ella ha insistido y he intentado continuar con lo que estaba haciendo, pero hay cosas que, por más que uno intente olvidarlas, no se consigue fácilmente. Muchas veces pretendemos ocultar los recuerdos innecesarios en vez de afrontarlos, aceptarlos como parte de uno mismo. En un momento pensé ¿cuántos recuerdos hay en la vida que no queremos recordar? Una barbaridad. Pero la mente no juega así, no te deja tener los recuerdos a tu antojo. Cuando menos te lo esperas, ¡¡Zass!! Va y te los arroja al presente, en el momento que tú menos esperas. Y así me ha sucedido a mí.
Era muy joven cuando todo comenzó, (con los catorce años recién cumplidos) y por eso he intentado olvidar todos estos años. A veces me pregunto si lo hice de forma premeditada, pero la inocencia intrínseca de la adolescencia me provocó que lo realizase así. Con el paso del tiempo y la experiencia que la vida te hace adquirir, he aprendido que lo primero es ser sincero con uno mismo, si no, todo lo demás carece de valor alguno, y con semejante consigna debo decir que nunca he olvidado los besos de aquella primera vez y la forma en que usted, Doña Paquita, me atrapó para llevarme al huerto. Sí, de una forma premeditada y literal, me llevó al huerto de su Hacienda.
Quizás había algo de mí que yo no sabía y que usted sí y era lo que provocaba que me pusiese nervioso cuando la veía en casa con mamá. Sentía como me miraba, como su mirada me atrapaba y seguía todos mis movimientos. Cuando nos encontrábamos por el pueblo, intentaba esquivarla, pero un día usted se quejó a mi madre:
-Hay que ver, Matilde, que tú chico mayor me ve por la calle y no me saluda.
Mi madre me regañó y me castigó sin el postre de los domingos durante todo el mes.
- Que yo no me entere que veas a Doña Paquita y no la saludas –me dijo mi madre, con una voz que había que tener mucho en cuenta.
De esta manera, me vi obligado a saludarla cada vez que la veía. Aunque más de una vez me entro ganas de sacrificar el arroz con leche y canela de los domingos por no darle los dos besos que usted me exigía. Estoy convencido de que usted sabía mis pasos y mi rutina diaria y, cada vez que podía, salía a mi encuentro.
-Pero, Guillermito, hijo, ¿No le das dos besos a Paquita, la amiga de tu madre y de toda la familia? Pero qué criatura más linda. Ojalá Dios te dé mucha salud.
Y yo sin poder llegar a protestar o esquivar los dos besos, porque no eran unos simples besos: usted me agarraba, me apretaba contra su regazo, un achuchón que hacía incrustar mi cara entre sus pechos y hacía que me empapase de su aroma. El olor a jabón Heno de Pravia siempre lo he asociado a usted así como la colonia Maderas de Oriente.
Nunca le dije, doña Paquita, que este olor la delató el día que fue a visitarme a la Residencia de estudiantes. ¡Cómo se las ingenió para sacarles la dirección a mis padres con la excusa de que iba a la capital y me llevaría un paquete con embutidos!
-Matilde –le dijo usted a mi madre-, voy a la capital a resolver unos asuntos; si quieres que le lleve algo a Guillermito, por mí encantada. El pobre, con tantas leyes como tiene que meterse en la cabeza, imagino que no tendrá tiempo para comer en condiciones.
Cuando me anunciaron que tenía una visita, me extraño, pero conforme fui andando hacia la sala de visitas, ya supe que era usted. Y allí que estaba cuando atravesé la puerta. De pie, vestida de negro, siempre la conocí de negro, doña Paquita. Creo que se habituó tanto al luto, que pasó a formar parte de su piel. Y delgada, muy delgada, ahí estaba, junto a un paquete envuelto en papel de periódicos, por algún lado se entreveía El caso, que reposaba en una mesa. Nada mas verme, corrió a mi encuentro, me dio dos besos y un intenso abrazo obligado acompañado por el olor a Maderas de Oriente. Pocas veces le he dado las gracias a Dios, pero una de las veces que más se lo he agradecido fue cuando estaba prohibido subir visitas a nuestro cuarto. ¿Cómo le hubiese a usted gustado ver mi lecho? Me la estoy imaginando tirada allí, encima de la áspera colcha azul marino, abriéndose la camisa y reclamándome. “Ven, ven Guillermo, ven. Hazme tuya… Ven, ven… Hazme tuya”.

CONTINUARÁ
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©Miguel Urda