1/02/2018

Kilómetros en la noche


Suena mi teléfono móvil. Un número desconocido. Lo cojo y escucho un “hola”, seguido de un apelativo cariñoso perteneciente a mi infancia. Reconozco enseguida la voz de un amigo y que ambos llevamos mucho tiempo sin vernos y sin hablar. Me pregunta si me he enterado. “¿De qué debo haberme enterado?”, le pregunto. Ha muerto la madre de otro amigo de la calle de la niñez. Le respondo que no me he enterado. A la pregunta de que voy a hacer no existe duda alguna: debo ir al velatorio. Tras hablar un rato de cómo nos va la vida y concretar que yo tengo dos horas y media de carretera desde el lugar en que vivo actualmente hasta el pueblo de mi infancia, quedamos en llegar juntos al cementerio a primera hora de la noche.
Fue vernos y fundirnos en un abrazo que nos perpetuaba cómplices de la infancia y, tras unas breves palabras sobre uno y otro, partimos hacia el santo lugar. Allí coincidimos con el resto del grupo de amigos de la calle que nos vio crecer. Estábamos todos: cuatro chicos y dos chicas. Tras dar el consabido pésame, acompañar a nuestro amigo por la muerte de su madre, alguien sugirió ir a picar algo. Y nos fuimos los seis amigos del ayer y el cónyuge de uno. En el restaurante, a pesar de la incomoda situación, evidentemente la conversación fue el pasado y de regreso al cementerio uno dijo una chorrada que tuvo respuesta por parte de otro, al cual siguió otro... bajo la mirada atónita del marido de una amiga. Y así estuvimos hasta llegar a la sala de duelo, donde volvimos a guardar la compostura. Por momentos, el ayer seguía intacto.
Abrazos de despedida mientras justificamos cómo es la vida. Lanzamos al aire la promesa de vernos más. Ya en el coche y de regreso a mi casa, pienso en la inexorabilidad, en los vínculos que crea la niñez y cómo el paso del tiempo no ha podido con ello. Busco en el Spotify del móvil una canción de Presuntos Implicados, Cómo hemos cambiado, y me pongo a tararearla mientras me sumerjo en los kilómetros de la noche y pienso en la remota infancia, que sigue impoluta, y en la urna del tiempo.



© Miguel Urda Ruiz, texto
Foto, Internet

3/26/2017

Quimica humana




QUIMICA HUMANA
De sobra es sabido que no siempre existe la química humana cuando dos personas se conocen o se presentan. Durante un taller literario me pasó con una compañera de clase, pongamos que se llama Felisa, cuando a los pocos días comprobamos que nuestra aversión era mutua. Todos sabemos que interiormente hay algo de química que nos provoca ese rechazo, intentando tener a esa persona lo más lejos posible de nosotros. El comportamiento entre los dos fue correcto durante el tiempo que duró el cursillo y nunca más volvimos a saber uno del otro hasta el pasado domingo en que recibí una solicitud de amistad por el Facebook de mi antigua compañera de taller –la mencionada Felisa–, lo cual me asombró con la consiguiente pregunta de "¿para qué quería ser mi amiga en las redes sociales?", pero como estaba liado con otras cosas, me olvidé del asunto.
Ayer tomé café con una amiga para charlar sobre literatura, fundamentalmente. Al hablar de un conocido común que está por publicar un libro de relatos me dijo que Felisa acababa de publicar una novela. Sin pensarlo demasiado, até cabos al momento. Ya tenía la respuesta que se me planteó el domingo.
Hay que ser lógico y consecuente con los actos que uno acomete. Todos sabemos que bajo la amistad de Facebook subyace una capa de interés, ya sea personal, comercial..., y no es una amistad como la de dos amigos que quedan para tomarse unas cañas, hablar sobre cómo está la vida o discutir, si es necesario. El hecho de que esta persona me pidiese amistad y al poco tiempo descubriese que lo ha hecho con una intención concreta me ha suscitado varias reflexiones. Por una lado, está la poca estima o amor propio que nos tenemos cuando se trata de vender nuestro producto, es decir, que si yo aceptase su amistad vería en su muro toda la publicidad que está haciendo de la novela, el título, la portada, próximas presentaciones..., quedando olvidado que entre ella y yo no había química humana, lo cual me lleva a la hipótesis de que nos vendemos al mejor postor, a nuestro enemigo, nuestro compañero de química fallido, para restregarle en todos los morros que he publicado una novela. ¿No tenemos orgullo? Y los escrúpulos ¿dónde quedan? ¿Caen al olvido para hacer publicidad de nuestra novela? Con este comportamiento, queda patente que olvidamos nuestro código ético para que se sepa que he publicado una novela, un libro de relatos, o que he puesto en el mercado algún producto de mi creación.
Facebook o las redes sociales nos facilitan la baraja de la cobardía al no tener que enfrentarnos de forma real con la otra persona para hacerla conocedora de mis méritos. Estoy convencido de que si me encontrase con mi "rival" -por llamarla de algún modo- de cara a cara, no me haría partícipe de sus logros.
Todo esto puede resumirme bajo la palabra de coherencia ante ciertas actitudes de la vida; si no es amigo, no es amigo para nada. Coherencia, palabra que resulta difícil de aplicar cuando incumbe a algo tan difícil de equilibrar como son las relaciones personales.
© Miguel Urda Ruiz, texto

Foto: Internet