Así me gusta, que vayas subiendo, sigue, sigue, ¡si es que cuando quieres!, una regañina, unas caricias y como aumentas de tamaño. Eres era la reina de mi vida.
Los Papeles Olvidados es un espacio que recoge los excedentes de producción creativa de mi imaginación y que muestro como proceso final en relato, comentarios o recomendaciones. Es una forma de reflejar mi vida y mis pasiones: la literatura y la escritura, y que decido compartir con usted, contigo, con vosotros respetables y apreciables lectores. Blog abierto a la opinión, a la sugerencia, a la critica, a la creatividad. Siéntase como en su casa.
5/17/2012
La reina de mi vida.
Así me gusta, que vayas subiendo, sigue, sigue, ¡si es que cuando quieres!, una regañina, unas caricias y como aumentas de tamaño. Eres era la reina de mi vida.
5/01/2012
Me han dicho
Imagen cedida por Oscar Cañero.
http://fabricantedeimagenes.blogspot.com.es/
Gracias, Oscar, por tu generosidad.
4/23/2012
La fantastica e increible huelga de los hombrecillos que fabrican la nieve
4/02/2012
Un Marlon Brandon Muy particular -2ª parte-
3/15/2012
Un Marlon Brandon muy particular -1ª parte-
Hay llamadas de teléfono que no dejan buen sabor de boca. Era mi madre quien me llamaba para comunicarme la muerte de Doña Paquita. En un principio, la noticia me ha dejado indiferente o, por lo menos, eso he intentado mostrar. Mi mujer me ha preguntado si la quería mucho, si fue parte importante en mi vida. No he sido capaz de responderle, tampoco ella ha insistido y he intentado continuar con lo que estaba haciendo, pero hay cosas que, por más que uno intente olvidarlas, no se consigue fácilmente. Muchas veces pretendemos ocultar los recuerdos innecesarios en vez de afrontarlos, aceptarlos como parte de uno mismo. En un momento pensé ¿cuántos recuerdos hay en la vida que no queremos recordar? Una barbaridad. Pero la mente no juega así, no te deja tener los recuerdos a tu antojo. Cuando menos te lo esperas, ¡¡Zass!! Va y te los arroja al presente, en el momento que tú menos esperas. Y así me ha sucedido a mí.
Era muy joven cuando todo comenzó, (con los catorce años recién cumplidos) y por eso he intentado olvidar todos estos años. A veces me pregunto si lo hice de forma premeditada, pero la inocencia intrínseca de la adolescencia me provocó que lo realizase así. Con el paso del tiempo y la experiencia que la vida te hace adquirir, he aprendido que lo primero es ser sincero con uno mismo, si no, todo lo demás carece de valor alguno, y con semejante consigna debo decir que nunca he olvidado los besos de aquella primera vez y la forma en que usted, Doña Paquita, me atrapó para llevarme al huerto. Sí, de una forma premeditada y literal, me llevó al huerto de su Hacienda.
Quizás había algo de mí que yo no sabía y que usted sí y era lo que provocaba que me pusiese nervioso cuando la veía en casa con mamá. Sentía como me miraba, como su mirada me atrapaba y seguía todos mis movimientos. Cuando nos encontrábamos por el pueblo, intentaba esquivarla, pero un día usted se quejó a mi madre: "Hay que ver, Matilde, que tú chico mayor me ve por la calle y no me saluda".
Mi madre me regañó y me castigó sin el postre de los domingos durante todo el mes.
- Que yo no me entere que veas a Doña Paquita y no la saludas –me dijo mi madre, con una voz que había que tener mucho en cuenta.
De esta manera, me vi obligado a saludarla cada vez que la veía. Aunque más de una vez me entro ganas de sacrificar el arroz con leche y canela de los domingos por no darle los dos besos que usted me exigía. Estoy convencido de que usted sabía mis pasos y mi rutina diaria y, cada vez que podía, salía a mi encuentro.
-Pero, Guillermito, hijo, ¿No le das dos besos a Paquita, la amiga de tu madre y de toda la familia? Pero qué criatura más linda. Ojalá Dios te dé mucha salud.
Y yo sin poder llegar a protestar o esquivar los dos besos, porque no eran unos simples besos: usted me agarraba, me apretaba contra su regazo, un achuchón que hacía incrustar mi cara entre sus pechos y hacía que me empapase de su aroma. El olor a jabón Heno de Pravia siempre lo he asociado a usted así como la colonia Maderas de Oriente.
Nunca le dije, doña Paquita, que este olor la delató el día que fue a visitarme a la Residencia de estudiantes. ¡Cómo se las ingenió para sacarles la dirección a mis padres con la excusa de que iba a la capital y me llevaría un paquete con embutidos!
-Matilde –le dijo usted a mi madre-, voy a la capital a resolver unos asuntos; si quieres que le lleve algo a Guillermito, por mí encantada. El pobre, con tantas leyes como tiene que meterse en la cabeza, imagino que no tendrá tiempo para comer en condiciones.
Cuando me anunciaron que tenía una visita, me extraño, pero conforme fui andando hacia la sala de visitas, ya supe que era usted. Y allí que estaba cuando atravesé la puerta. De pie, vestida de negro, siempre la conocí de negro, doña Paquita. Creo que se habituó tanto al luto, que pasó a formar parte de su piel. Y delgada, muy delgada, ahí estaba, junto a un paquete envuelto en papel de periódicos, por algún lado se entreveía El caso, que reposaba en una mesa. Nada mas verme, corrió a mi encuentro, me dio dos besos y un intenso abrazo obligado acompañado por el olor a Maderas de Oriente. Pocas veces le he dado las gracias a Dios, pero una de las veces que más se lo he agradecido fue cuando estaba prohibido subir visitas a nuestro cuarto. ¿Cómo le hubiese a usted gustado ver mi lecho? Me la estoy imaginando tirada allí, encima de la áspera colcha azul marino, abriéndose la camisa y reclamándome. “Ven, ven Guillermo, ven. Hazme tuya… Ven, ven… Hazme tuya”.
Continuará
Miguel Urda
1/29/2012
Requisitos
La Corte Suprema de la Imaginación le dio sesenta días a la Princesa para que hallase un nuevo marido si quería seguir manteniendo el trono, en caso que no lo encontrase el poder pasaría a su eterna rival.
Sin dilación alguna la princesa colgó un anunció en Internet con los requisitos que debían reunir los candidatos. La noticia traspasó la frontera local, pueblos, incluso mares y montañas.
Cada noche a las doce en punto comenzaba a recibirlos. Vinieron hombres de todos los lugares y estratos sociales –funcionarios, parados, reyes destronados, príncipes herederos, magos, médicos, sacerdotes camuflados…- cada uno esperaba su turno impaciente y todos decían creían reunir los requisitos que la princesa exigía.
Una noche quedaron todos los candidatos sorprendidos al ver llegar a la cruz roja y sacar en camilla un cuerpo sin vida de los aposentos de la princesa, pero todo quedó olvidado cuando se dio paso al siguiente candidato.
El tiempo apremiaba pero la princesa no parecía muy apurada por encontrar el candidato perfecto para ser el príncipe consorte, sino todo lo contrario, parecía disfrutar cada vez más con la interminable fila de candidatos.
El penúltimo día antes de expirar el plazo pidió ante la Corte Suprema de la Imaginación que le concediese una ampliación del plazo de búsqueda para conseguir marido.
El Tribunal no le concedió la moratoria solicitada por la bella princesa, sino todo lo contrario le pidió que fuese más flexible con los requisitos de los candidatos. Le recordaron que tenía cuarenta y ocho horas para encontrarlo y que difícilmente podría encontrar a una persona que le hiciese gozar ocho veces seguidas en la misma noche.
© Fotografía María Ureña
© Texto Miguel Urda
12/15/2011
Silencio, la etiqueta me hace cosquilla
Perdóname mamá. No sé como ha sido o si yo he tenido algo de culpa. Sabes, me resulta difícil articular palabra y eso que lo intento.
Te voy a decir la verdad: le temía a este momento, encontrarnos frente a frente.
Aquí hace frío mamá, así que abróchate un poco la rebeca negra, no vayas a resfriarte. A partir de ahora tienes que cuidarte un poquito más por ti misma. Me preocupa ese gesto tan serio que tienes. Prefiero verte con algo de expresión, para poder interpretar tus sentimientos, así me das miedo. Solamente escucho tu fuerte respirar. Cuánto silencio hay aquí ¿verdad, mamá?
No sé como me verás, pero noto mi cara algo hinchada ¿Cómo me ves tú, mama? ¿Estoy guapa? La noche en que todo pasó si lo estaba. Me lo dijiste cuando salía de casa: “que guapa vas, Paloma. No vengas más tarde de las doce y ten cuidado, que la noche es más profunda y peligrosa que un abismo” “No te preocupes que lo tendré te respondí”. Y lo tuve, mamá, tuve cuidado. Desde bien tempranito me inculcastes el sentido de la responsabilidad. Eso no me lo podrás reprochar. Siempre fui una niña responsable en todo.
Me gustaría contarte con todo detalle como sucedió, pero no quiero hacerte sufrir más. Bastante tienes con todo lo acontecido en estos días. Por cierto, mamá, he perdido la noción del tiempo ¿cuantos días han pasado? ¿Dos? ¿Tres? Me mata estar a expensas todo el día de la luz artificial de esta habitación.
Yo volvía para casa y no era muy tarde. Me había despedido de mi amiga Clara en la esquina, donde siempre lo hacíamos. No le tenía miedo a ese camino, estaba iluminado y nunca había pasado nada. Sí que me sorprendió que una voz familiar dijese mi nombre saliendo de la oscuridad y a esas horas de la noche. Me preocupó más que hubiese pasado algo en casa. Me dijo que no, que no pasaba nada, pero la migraña no le dejaba dormir y que iba a la farmacia de guardia a comprar algún remedio para intentar aplacarla. ¿Por qué no me acompañas y después nos vamos los dos juntos? No tuve porque sospechar de él y no me pareció nada malo acompañarlo, la farmacia no estaba muy lejos. Me fue preguntando si ya salía con algún chico, que no le parecía bien que yo fuese tan reservada, que podía contar con él para lo que quisiese, que le gustaba mucho el corte de pelo que me había hecho para el verano y que esa noche iba especialmente guapa; alabó la pureza de mi alma; mi forma de pensar; mi actitud ante la vida en una chica de catorce años.
La farmacia a la que fuimos no era la que estaba de guardia miramos cual era la próxima y nos dirigimos a ella. Él continuo hablando sobre mí: de la felicidad que yo emanaba; de lo contento que se había puesto al saber que había aprobado los exámenes de junio. Íbamos tan ensimismados en la conversación que no percibí que nos habíamos desviado de nuestro camino. No vi nada extraño en ningún momento, solo al final, porque todo fue tan de repente. Oye, ¡que por aquí no es le dije! Sí, sí es por aquí. A lo cual me agarró del brazo y me obligo a caminar por donde él decía. Las luces del pueblo habían perdido intensidad. Yo protesté, mamá. Quise volver, dar marcha atrás, pero apretó mi brazo, y con dura voz me dijo: ¡vamos! Estaba muy oscuro y pisábamos tierra y fue todo tan horrible, mamá, que no te voy a contar los detalles de lo que pasó.
Por tus gestos puedo ver que te estarás haciendo reproches por haberte enamorado de un hombre así. Pero no te preocupes, mamá, tú no tienes culpa. Mi juventud no me ha permitido conocerlo muy profundamente, pero por lo poquito que sé y por lo que dicen el amor es ciego.
¿Por qué no me cuentas que pasó después? ¿Al ver que yo no llegaba a casa? Me gustaría saber si lo han encontrado ¿Crees que lo tenía todo planeado? Ahora entiendo muchos de sus comentarios, de sus bonitas, y lo que parecían, espontáneas palabras: eres más linda que el cielo; eres la esencia de mi vida.
Mamá, me gustaría escuchar tu voz. Me impone tu silencio. Por favor, di algo: llora, grita, ríe a carcajadas pero, di algo mamá. Ha sido un golpe muy duro, pero no sé para quién ha sido más doloroso, si para ti o para mí.
Lo prefiero así, mamá. No importa que llores, mamá, no importa. Llora, deja que aflore tu rabia a través de las lágrimas.
¿Qué cosas estarán pasando por tu cabeza, mamá? Tengo curiosidad por saber que pasó después. Pero no creo que ahora estés preparada para contármelo. Quizás cuando veas las cosas con algo más de sosiego, podrás háblame de ello. Ha sido un duro golpe para las dos.
Me gustaría pedirte un último favor, mamá. ¿Podrías mover un poquito la etiqueta que cuelga del dedo gordo de mi pie izquierdo? Me está haciendo cosquillas.
© Miguel Urda
11/30/2011
La vida suficiente
-Me dan igual las estadísticas. Eso es cosa del gobierno, de los políticos. Yo no quiero separarme de mi marido. –dice Doña María.
-Pero señora, -responde el abogado-. Su marido ya no la quiere. Quiere comenzar una nueva vida.
-No, él no puede comenzar ninguna nueva vida. Él me prometió amor eterno, lo juró ante la biblia y nuestro Señor Dios Todopoderoso hace sesenta y seis años.
-Pero, los tiempos cambian.
-Cambian –replica ella, con una fuerza inesperada- pero no para el amor. El me lo juró bien jurado y tiene que cumplirlo. Juntos hasta la muerte.
- Pero mamá –dice, Frasquita la hija mayor del matrimonio, con el fin de ayudar al abogado- Papá ya no te quiere. Se ha ido con otra mujer.
-Me da igual que se haya ido con otra mujer, no será la primera ni la última. ¿Acaso ese mequetrefe me tomó por tonta? Pero el divorcio no se lo doy. Antes muerta.
-No de usted ideas, Doña María, no de usted ideas, que ya tiene usted una edad.
-¿Me esta llamando usted vieja?- Increpa Doña María al abogado que acaba de arrepentirse de las palabras que ha dicho- Que sepa que tengo ochenta y cuatro años, no me casé mocita, pero a los dieciocho años le entregué mi vida al mozo Bernardo, quien ha estado conmigo todo este tiempo. Siempre ha sido muy caprichoso, pero este antojo no se lo paso. Separarse o divorciarse, me da igual lo que sea, como que no.
La señora María parece haberle cogido gusto a su temeroso interlocutor y sigue hablándole.
- El último caprichito del Señorito Bernardo, bajarse del barco en las islas griegas con una señora mucho más fea que yo y perderse por allí. Y ahora resulta que quiere el divorcio. Pues lo ha escuchado usted bien, Don abogado, no le doy el divorcio. Ni tampoco le dejo que regrese a casa, que se lo hubiese pensado antes. Ya he cambiado el testamento. Yo sé que por mi edad no me quedan muchos años de vida, aunque nuestro señor Jesucristo el Todopoderoso me va a regalar la vida suficiente para ver como ese mamarracho se arrastrara a mis pies.
-Pero mamá, si papa esta en una silla de ruedas, ¿cómo se va a arrastrar a tus pies?
-Yo lo veré con mis ojos, con estos ojos, si nuestra Virgen del Rocío, nuestra Virgen Esperanza de Triana y nuestro Cristo de Medinaceli, me lo permite. Arrepentidito vendrá a decirme que le recoja en mis brazos como lo hice hace sesenta y seis años, porque eso fue lo que hice, recogerlo en mis brazos para hacerle un hombre como dios manda, que si no vaya usted a saber lo que hubiese sido de él.
- Señora María, su marido, Don Bernardo –dice el joven abogado tímidamente- no quiere nada de usted. Sólo quiere que le firme los papeles del divorcio para volver a casarse.
-Volver a casarse, volver a casarse –refunfuña Doña María-. ¿Jamás le firmaré nada ha escuchado usted bien? jamás le firmare nada. Antes le hundo un chuchillo en cada ojo.
-Señora, por favor, -susurra el abogado, todo transpirado y nervioso-. Que me está usted hablando de asesinato.
-Aquí nadie esta hablando de asesinato- responde la anciana gesticulando y haciendo señas a su hija para que le acerque el bastón-. Vámonos, aquí se ha acabado lo que se daba.
La hija se lo acerca. Doña Frasquita con aire desafiador le señala al abogado con él.
-Recuerde, abogado, recuerde, “antes de divorciarme le hundo un cuchillo en cada ojo”.
11/21/2011
Cuando llegué, mamá ya estaba alli
Mostré mi inmensa alegría con un profundo suspiro, a pesar de que con lo ocurrido me bajase la erección por completo y me hubiese fastidiado mi paja nocturna.
Llamé al teléfono indicado. Asentí a todo lo que me dijo la voz, como si aquella conversación fuese ajena a mí. Cuando colgué me di cuenta de que no sentía pena, no había llorado, ni tenía ganas de llorar.
Me duché sin prisas, me vestí con el pantalón y la camisa negra que tenía preparados para la ocasión. A pesar de ser principios de junio la noche era bastante calurosa.
En el ascensor me di cuenta que ahora comenzaba una nueva vida. Mi propia vida. Anduve unos cuantos pasos por la calle cuando decidí volver a casa, necesitaba mostrar mi alegría de alguna forma en esta situación y sólo era posible hacerlo interiormente. Me acordé de los calzoncillos rojos de fin de año. No los encontré en el cajón de la ropa interior, ni de los calcetines ni en el de las camisetas, no estaba por ningún lado; rebusqué en el cesto de la ropa sucia, ahí estaban, casi en el fondo. No recuerdo cuando fue la última vez que me los puse. Los olí, estaban sucios pero los calzoncillos de un día no desprenden mucho olor. Me quité los pantalones y la ropa interior, también negra, me coloqué los slips rojos y de nuevo los pantalones. Era una forma de engañar al luto.
El taxista no tuvo mucho problema de tráfico en la madrugada para llevarme al tanatorio. Cuando llegué, mamá ya estaba allí. Siempre era la primera en todo, incluso hasta en la muerte. Mamá tenía el mismo rostro agrio de siempre, solamente se la veía un poco más delgada tras el cristal. Me acordé de los calzoncillos rojos, y en ese momento me entró un golpe de culpabilidad: estaba delante de mamá con unos calzoncillos sucios, y sin sentir un ápice de dolor.
Pensé que debía comunicarle su fallecimiento a alguien, pero ¿a quién llamar?, ¿a quién debía decirle que mamá había muerto? No tenía a nadie, sólo la tía Puri en el pueblo, pero eran las 4:47 horas, por lo que preferí esperar a una hora prudente, pero para la muerte ninguna hora es buena. También llamaría a mi compañera de trabajo, aunque igual le fastidiaba el domingo.
Debía de estar triste, mostrar pena, pero no podía, siempre he sido muy mal actor.
Al entierro vino más gente de la que yo esperaba. Todos los compañeros de trabajo más cercanos. La vecina, (que me llamó a primera hora de la mañana pues según me dijo me vio salir con el gesto muy preocupado en la madrugada), y varias más cuyo nombre desconozco o me es difícil recordar en estos momentos.
¿Cuántos besos al aire habré dado y recibido en estas horas?, ¿y abrazos?, ¿y palabras de consuelo? Yo solo tenía en mente una cosa, el olor que podría desprender mis calzoncillos rojos y cada vez que daba o recibía un beso lo pensaba; el abrazo implicaba un acercamiento aun mayor, lo que producía más posibilidades de que detectaran un olor extraño en mí.
Durante todo el día no sentí pena por mamá. Me preocupaba el olor de mis calconzillos. Era la primera vez que hacía algo y mamá no podía opinar, ni meterse conmigo, ni echármelo en cara.
No probé bocado desde que cene la noche anterior. Alguien me trajo un termo con caldo, estaba bueno, era un caldo casero como el de toda la vida. Pensé que los fabricantes de caldo en tetrabrik deberían investigar mucho más para conseguir acercar un poco más sus productos al tradicional. Me regañé a mí mismo, como podía estar pensando en cosas en así en lugar de pensar en la muerte de mamá.
Tía Puri no ha podido venir. Sus 82 años se lo han impedido. Me ha sido muy difícil comunicarle la noticia de mamá, cada vez está más sorda. Creo que tampoco ha sentido la muerte de mamá.
© Miguel Urda
11/10/2011
ESCRIBEME
Días atrás descubrió que había perdido la ilusión por escribir, era incapaz de crear historias para sus relatos, ni sus dedos eran capaces de teclear palabra alguna coherente. Ya no pensaba en el artículo diario, en el relato semanal. Del periódico le llamaron preguntándole qué le pasaba. Les dijo que estaba enfermo, que tirasen de archivo, del fondo de artículos guardados para la ocasión.
A la comodidad uno se acostumbra pronto. Comenzó a acostarse y a despertarse tarde. Dejó de pensar en el agobio de tener que entregar la columna diaria; de tener que estar pensando constantemente qué escribir; los personajes de la novela que nunca conseguía encontrar el ritmo para continuarla parecieron descansar.
Apenas bastaron quince días para olvidar que había sido escritor.
Descubrió las comunidades virtuales de juegos y les dedicaba horas y horas cada día
Una madrugada al acostarse con la ilusión de haber ganado tres casas y un hotel en la Calle Serrano, del juego Monopoly, el sueño no le llegó. Pensó que era a causa de la emoción. Ya sólo le faltaban muy pocas calles para ser el dueño completo de Madrid. Para intentar conciliar el sueño volvió al ordenador. Allí estaba, delante de él, en blanco, y escrito en letras Times New Roman y tamaño 48, “ESCRÍBEME” y sin haber pensado en nada comenzó a pulsar las teclas. Le había salido un relato de un folio, y había seguido la misma trampa que utilizaba cuando no sabía qué escribir, comenzar el relato por la primera palabra que viese escrita y allí estaba “ESCRÍBEME”. Escríbeme, por favor, te lo suplico, no puedo vivir sin noticias tuyas...
No le dio importancia a ese relato, ni a la siguiente noche cuando el ordenador a la misma hora que el día anterior se encendió y en el folio había escritas las palabras “sigue escribiendo”.
Cuando “La reina Palmira”, protagonista de su novela, le despertó de los sueños preguntándole qué pasaba con ella, que estaba a punto de perder su poder. Comenzó a preocuparse, pero un poco aturdido por la situación. Se excusó ante ella por semejante olvido y volvió al ordenador. Tecleó hasta bien adentrado el día.
Sólo cuando puso la palabra FIN a su novela consiguió salir del estado hipnótico en que había entrado se preguntó ¿qué había pasado? El había decidido dejarlo todo, estaba cansado de la presión de escribir cada día, de las teclas, de tener que inventar una historia para cada semana. Tan imbécil era que había sucumbido por la losa de su profesión.
Se acordó del Monopoly. Había perdido todo, sus casas, sus hoteles, estaba en bancarrota y le tocaba estar tres turnos sin tirar. Él, que había pensado que todo estaba acabado vio en ese juego la forma de encauzar su vida. A base de estar horas postrado delante de la pantalla fue recuperando territorio, su economía virtual emergía. Iba ganando posición. A punto de adquirir una casa en la calle Velázquez, un documento en blanco de Word se abrió ocupando toda la pantalla. En él dos palabras estaban escritas “HAZME TUYO” y comenzó a hacer lo que le proponía el papel. Se bajó los pantalones, los calzoncillos, comenzó a masturbarse y cuando llegaba al final, mientras salpicaba a la pantalla, grito, “TODA PARA TI, PERO DEJAME EN PAZ”.
11/01/2011
Cuestión milimetrica
Para que su esposa no le jugase una mala pasada, esta murió accidentalmente al caerse por las escaleras de la casa un treinta y uno de diciembre, instantes antes del comienzo del nuevo año y que según sus cálculos sería el año de la riqueza individual.
Había quien tachaba a Patricio Durán de extravagante, pero no había nada reprochable en él.
Desde que se jubiló, su vida comenzó a tomar un inesperado rumbo y que significaba el inicio de una nueva etapa. Comenzó a estudiar trigonometría, algebra, calculo, astronomía, llegando incluso a hacer un viaje a las islas con el fin de estudiar las mareas. Al regresar de dicho viaje se metió en su estudio, saliendo de él únicamente para comer; dormía en una cama plegable, no permitía la entrada a nadie; se convirtió en un ermitaño. De vez en cuando un ruido en forma de queja traspasaba hacia el resto de la casa.
Decidió regresar al mundo un veintinueve de febrero, a las doce en punto de la mañana ante el asombro de sus hijos. No dio ninguna explicación sobre sus estudios o el tiempo empleado allí dentro. Buscó algo en la guía de teléfonos, anotó la dirección en un papel y dijo que volvería para la hora de comer. Regresó a casa acompañado de dos hombres que portaban un ataúd.
-Por aquí, por favor –decía Patricio dirigiendo a los operarios.
-¿Esto que es? –gritó la hija al ver semejante cosa mientras se limpiaba las manos en el delantal.
El padre permanecía ajeno a los gritos de la hija.
-Colóquenlo aquí, por favor, en el comedor. Sólo lo utilizamos para la cena de Navidad. Es bonito, ¿verdad? –dijo mirando a la hija.
-¿Te has vuelto loco? –Gritó su hija Carolina a los porteadores-. Ya se están llevando eso de aquí.
Patricio siguió sin hacer caso a los gritos de la hija.
Los operarios colocaron el ataúd en el suelo, lo abrieron, y del interior sacaron uno caballetes plegados, los desplegaron, con la vista midieron la distancia y colocaron el armatoste encima de él.
-¿A qué es precioso? –preguntó, Patricio a su hija esbozando una sonrisa.
-¿Te has vuelto loco? –gritó, aún más fuerte, su hija. -¿Te has vuelto loco?-.
El padre dio las gracias a los trabajadores. Le puso un billete en la mano a uno de ellos cuando se marchan.
-Para que se tomen una cerveza- les dijo-. Hija, acompáñalos a la salida.
Se ha quedado sólo en el salón, despacio se acerca a él, es de lujo, modelo inglés, de color caoba, tapizado en nido de abeja con sudario blonda, realizado a mano con maderas nobles procedentes de los bosques de la India. Lo acaricia, le susurra algunas palabras. El ataúd parece responderle. Patricio sonríe. Todo esta milimétricamente calculado.
10/23/2011
¿PRISIONEROS TECNOLOGICOS? 2ª parte
En un viaje a Madrid, en el Ave, un señor –con toda la pinta de ejecutivo estresado- durante las 2,50 horas que duró el viaje y no exagero, estuvo literalmente todo el tiempo hablando por teléfono, me enteré que su mujer no dormía como Marilyn Monroe –es decir, solamente con unas gotas de Chanel número 5-sino con pijama de franela; que los niños habían asistido a un campamento en Los picos de Europa en Semana Santa; que su secretaria estaba embarazada y no sabía cómo sería la sustituta (aquí, me entraron ganas de levantarme y preguntarle si se la estaba tirando y si el niño era suyo); de que los informes los tenía que tener antes de las nueve de la mañana del lunes encima de su mes; que su cuñado se había roto una pierna esquiando en Baqueira Beret y no podría ir a la boda de Fermín ... y así hasta completar el trayecto del viaje y para colmo ni siquiera en los dos túneles largos que hay a lo largo del recorrido se le cortó la comunicación. ¿Es o no es una falta de respeto, de civismo hacía los otros viajeros?
O, por las mañanas, cuando me voy a correr, veo cómo otros compañeros de fatiga deportiva, están pendientes del teléfono móvil. ¡Por Dios, por Dios! ¿Quién te puede llamar a las siete de la mañana, cuando las calles apenas están puestas todavía? ¿Tan importante son las llamadas para ir cargando con dicho aparatito a la hora de hacer deporte?
Creo que el teléfono móvil como objeto cotidiano e imprescindible lleva viviendo con nosotros unos diez-quince años y ahora me pregunto yo ¿Cómo hemos vivido veinte siglos sin tener un espía –consentido por nosotros- permanente? Porque pensémoslos bien, hemos puesto un espía en nuestras vidas que nos va indicando todo lo que hacemos y dónde estamos. Pero lo que más desazón provoca en mi es el saber dónde vamos a ir a parar con tanta tecnología.
Hace algún tiempo vi una película, la cual recomiendo encarecidamente “Denise te llama” del director Hal Salwen que me dejó algo tocado y que creo que es una premonición hacia dónde va la sociedad actual. La película es del año 1995, año en que todavía no existían redes sociales y el teléfono móvil podría decirse que estaba en pañales, y un grupo de amigos mantienen la amistad de forma virtual, no se conocen en persona, siempre van con prisas y todos los intentos para quedar son fallidos. Lo cual me hace preguntarme ¿estamos fomentado una sociedad tan comunicada para incomunicarnos? Por favor, veamos la película, observemos el teléfono móvil y… reflexionemos un poco si somos dueños de nuestras vidas o somos esclavos de él y preguntémonos ¿dirige el teléfono móvil nuestras vidas? ¿Somos prisioneros de la tecnología?
© Miguel Urda
10/11/2011
¿PRISIONEROS TECNOLOGICOS? -1ª parte-
Dos hechos recientes han provocado que reflexione mucho sobre el camino que lleva la sociedad con el uso de dicho artefacto. Días atrás iba conduciendo por una calle estrecha y de único sentido, un hombre intentaba aparcar, no conseguía meter el coche bien, le daba vueltas y vueltas al volante, empeorando cada vez la situación de aparcar el coche correctamente, cuando me doy cuenta de que está hablando por teléfono móvil e intentado aparcar. ¿Tan trascendental era lo que tenía que hablar que le restó importancia al hecho de tener una cosa entre sus manos como es un coche y que se puede jugar la vida con él además de estar incomodando a otros conductores?
Días atrás estaba en el médico, después de estar esperando la cita dos meses y medio por el tema de mi rodilla y la enfermera me estaba colocando calor en dicha parte, cuando escuchamos el sonido de un SMS. Ella me dejó a mí para atender al teléfono que tenía encima de la mesa y responder. Por ahí si que no pasé y se lo dije, ¿si no le parecía una falta de educación o respeto dejar su puesto laboral para atender el móvil? Ni siquiera se inmutó, es más, me miró con desprecio, como diciéndome que quién era yo para decirle lo que estaba bien o mal. Todo sea dicho, me cogió de buenas ese día, que sino armo el pollo.
¿A dónde vamos a parar con tanta tecnología? Relegamos cosas importantes que estamos haciendo: la cola en el supermercado: hablando de tú a tú con otra persona; compartiendo cervezas con unos colegas... que cuando nos suena el teléfono nos entra una tembladera de piernas que nos hace perder todo el sentido. Ya nos da igual que la cajera del supermercado nos cobre dos veces; que la cerveza se te caliente porque te ha llamado un amigo para decirte que si has visto las nuevas fotos del Facebook de su fantástico viaje al Caribe donde no salió del hotel...
Con el teléfono móvil hemos perdido la virtud de la paciencia. Ya no aguantamos una espera ni siquiera de un minuto. En el momento que llegamos al sitio y vemos que no está la otra persona con la que hemos quedado enseguida hacemos una llamada para ver dónde está. ¡Tan importante es todo lo que tenemos que decirnos, que no sabemos esperar! Estamos perdiendo la esencia de disfrutar de algunas cosas, por ejemplo, me duele ver como una señora cada atardecer da un paseo por la orilla de la playa, pero no deja ni un momento de hablar por su IPhone –ella se encarga de decirle a su interlocutor a viva voz dónde esta y con que marca de aparato está hablando- , no he controlado el tiempo que dura su caminata, pero tanto a la ida como a la vuelta está enganchada al aparato. Y mi pregunta es ¿no es más agradable disfrutar del paseo disfrutando del ruido de las olas y del mar? ¿Realmente aprecia el momento de caminar junto al borde del mar? ¿Qué tiene que hablar que no puede esperar?...
Tengo un amigo que es gran aficionado al móvil –digo aficionado por no decir adicto- y a todas las redes sociales que existen. Hay veces que antes que yo le haya mandado un SMS o un email él prácticamente ya me está respondiendo. Días atrás le dijo a la mujer que si cumplían con las obligaciones maritales y ella le dijo que sí, y sorprendido de que le dijese que sí a la primera, que no le doliese la cabeza, que no estuviese con la menstruación, que si los niños, que si... corrió despavorido a comunicarlo, Facebook, twiter, Messenger, wassup… “su mujer le había dicho que sí a la primera”. Y claro, ¿qué sucedió? Que conforme iban avanzando en la cópula nocturna matrimonial los mensajes de felicitaciones por dicho momento iban llegando y reclamando su atención. ¿Qué paso? Para resumir os diré que... su teléfono móvil se calentó y la mujer se enfrío.
CONTINUARÁ
10/03/2011
Un horario estricto
-Encarna, Doña Encarna,- le corrige la mujer que tiene delante de él.
El anciano ignora las palabras de la señora y continúa hablando.
-Las doce del mediodía es la hora sagrada de Manolo Escobar. No hay mejor cantante en el mundo entero que él. Es la historia de la música, de la copla, de la vida. Mi carro, La minifalda... Canciones que han marcado una época. Me aferro a este recuerdo para vivir, Doña Paquita, para vivir. Atrás quedan los días que fui primer bailarín de Doña Concha Piquer y de Juanita Reina. Para mi se queda la pelea que tuvieron ellas dos por mi culpa. ¡Cómo se tiraban de los pelos! Ambas me querían. Yo era el mejor bailarín del mundo. Rocío Jurado cuando comenzaba en el mundo del flamenqueo me pidió que le hiciese el amor, y se lo hice. Pero no se lo hice ni una noche, ni dos, ni tres, sino muchas noches. Se obsesionó conmigo, viniéndose a vivir cerca de mí. Sólo nos separaban cinco farolas. Pero nunca la engañé. Yo no puedo pertenecer a nadie. Soy del mundo.
Doña Encarna hace un amago de hablar, pero no lo consigue.
- - La hora de la siesta es sagrada, Doña Felisa, el momento más feliz del día. Cuando los ángeles se repliegan del sol para que este no les estropee las alas, por eso Sevilla entera hierve de calor. Y es cuando me despojo de este pijama blanco y me hago invisible. Paseo por la ciudad sin que nadie me vea. No sabe usted, Doña Eloísa, lo pesado que es tener que ir saludando a todo el mundo. Adiós, Señor Conde; Que guapo esta hoy Señor conde; cuidadito con las mocitas señor conde... y así por toda la ciudad. Ni se imagina usted lo que cambia la ciudad cuando se la ve con otros ojos. A la hora de la siesta está llena únicamente de japoneses con cámaras de fotos. ¡cómo han cambiado los tiempos! Y eso que me lo dijo mi gran amigo el difunto Caudillo, aunque yo en la intimidad le llamaba Franquito, porque ambos fuimos compañeros de literas en el frente. Él me pidió que fuese su mano derecha, que teníamos mucho por hacer y tendríamos un país rendido a nuestros pies, pero yo no pude caminar junto a él, Doña Eugenia. Yo siempre he sido libre, libre. Nunca me he aferrado a nadie ni a nada. Y sí, es cierto las habladurías que corren por toda Sevilla, yo fui el amante preferido de la Duquesa de Alba, pero nunca, nunca hablaré sobre ello ni me haré las pruebas esas de nombre raro para saber si el hijo mayor es mío o no. Yo soy un hombre, señora Marquesa, todo un caballero y valgo más por lo que callo que por lo que cuento.
- Doña Encarna mira fijamente al diminuto hombre con la bata blanca que tiene enfrente. Ya no tiene ganas de decir nada.
- -Pues le voy a comentar una cosa, Doña Engracia, que la peor hora es al anochecer. Cuando el sol decide ocultarse para reponer fuerzas y las damiselas sacan sus mejores galas para pasear por la calle Sierpes, pero a mi me da miedo porque es la hora dónde la muerte decide salir a pasear. ¿Sabe usted que la mayoría de las muertes se producen por la noche? Sí, yo lo sé. No le puedo rebelar el secreto de porqué lo sé, pero créame usted que se muy bien lo que me digo, por eso yo le temo a la noche. En la noche no hay campanas para saber la hora, ni lindas damiselas a quien preguntársela y supongamos, Doña Isabel, que yo me muero de noche, ¿cómo voy a poder cumplir mi horario?
©Miguel Urda
9/25/2011
Con cien palabras por...
Las tiendas de los museos; Murakami; madrugar; el vermut rojo –ya sea de barril o Martini-; Londres; cocinar con y para los amigos; Madredeus; los puzzles; Némirovsky; dar un beso por sorpresa; los libros de segunda mano; Canadá; el café solo matutino; Nancy Wilson; Cvne; las zapatillas Adidas classic; los geles de baño de los hoteles; Dalí; la música de los ochenta; Tavira; Agua Fresca de A.D.; imaginar; Almudena Grandes; cambiar los muebles de sitio; El País dominical –en general los suplementos dominicales-; los faros; las cenas en mi terraza en verano con los amigos; Sakamoto; Astérix y Obélix; Rebeca –el libro y la película-; remolonear en la cama acompañado -cuando hay ocasión-;la playa en invierno; películas en V.O; el café de por las tardes acompañado; Alberto Iglesias; los pantalones Levis –no necesariamente 501-; recibir un beso por sorpresa; las chucherías; Madrid; mirar las nubes; Auster; las libretas sin estrenar; el arroz y el queso –en todos sus tipos y variantes-; John Williams; la barba de tres días; Carmen Martín Gaite; abrir los regalos de mi cumpleaños lentamente; Alien; Marqués de Riscal; fotografiar las hojas amarillas de los árboles caídas en otoño; Motown; Exins Castillo; el olor de los libros nuevos; Japón; las cenas en invierno en el comedor de mi casa; Sandor Márai; escribir en las cafeterías –sobre todo en los Starbucks, aunque el café sea malo y caro); Anthony and The Johnsons; Con faldas y a lo loco; el licor de café; Friedrich; Retorno a Brideshead –libro y serie-; reír; tinto de verano; Mina; sentarme en la calle a observar a la gente; el yoga; el ruido del silencio; discutir con la tele operadora de mi compañía de móvil; los gulags –y todo lo concerniente a ellos-; el frío; 13 Rué del Percebe; México; el helado de chocolate en invierno; Mafalda; Dina Washington; pasear bajo la lluvia –preferiblemente sin paraguas-; Morenbaun; las series de HBO; las velas, los papeles olvidados; abrazar, abrazar y abrazar; las revistas de viajes; la arquitectura clásica; el olor de las papelerías; perderme en una ciudad desconocida; correr; ir al cine y no comer palomitas; Simply Red; los gorros de lana; el bizcocho de yogurt; Marques de Cáceres; Siete vidas; corregir mis escritos con rotulador rojo de punta fija; conducir por el placer de conducir; los anuncios de televisión; Josefina Aldecoa; los calcetines de rayas de colores; Billie Holliday.
¿Os animáis a definiros en 100 palabras? ¿habéis encontrado la trampa?
© Miguel Urda
9/19/2011
Al mismo tiempo -2ª parte-
Fue dicho y hecho, a la noche siguiente apareció con una pequeña bolsa de plástico en mi casa, dijo que no tenía mucho. Había preferido dejarle a su familia lo poco que tenía. Les haría más falta que a ella.
Así, comenzamos a vivir nuestra vida, fueron tres años de intenso amor. Yo prosperaba en mi cargo, llegando el propio Caudillo a felicitarme por los avances conseguidos con mi labor en el Ministerio de la Censura, mientras que mi amada salía de casa por las mañanas y regresaba agotada de su trabajo.
Llegó esa terrible noche, donde al entrar a casa ella no estaba. Me extrañó encontrar la televisión apagada, no verla con los pies encima del sofá – ¡ay!, cuantas veces la regañé diciéndole que aquello no era una postura para una señorita tan delicada y exuberante como ella- . En nuestro cuarto encontré una nota que decía “no te preocupes por mí, no te merezco”. Y así comenzó el calvario de un amor, que ahora tanto tiempo después me he dado cuenta que se ha borrado por completo, pero ha sido gracias a una nueva muchachita que he conocido en el banco segundo del Pasillo principal de los Jardines Centrales, aunque me molesta un poco cuando dice que quiere ser artista
9/12/2011
Al mismo tiempo -1ª parte-
Fue de repente, una mañana al despertarme no pensé en ella, como lo venía últimamente, ni eché de menos el olor de su cuerpo, su calidez en el hueco de sus sábanas. Ya no había nada, no había pasado. Tuve que esforzarme en buscar un recuerdo, en algo que me hiciese saber que ella existió. Como un loco me puse a buscar, miré en los armarios, en los cajones,… en todos los rincones de la casa. No había nada, el recuerdo ya no estaba. Me dirigí al comedor, no estaba, tampoco en la cocina, en el dormitorio, en ningún lado de la casa. ¿Cómo era posible que ya no estuviese el recuerdo? ¿Qué había pasado para perder el hilo conductor de mi vida? En un momento me volví loco. Al principio no lo supe ver y no fue hasta pasado mucho tiempo que me di cuenta que aquello era lo mejor que me había pasado, era el inicio del final.
La mañana comenzaba con un abrazo a mi vacío existencial en mi lado derecha de la cama y unos buenos días, mi amor. Sabría que no tendría respuesta, a continuación mi aseo personal y el enfado de cada día al ver que el desayuno aún estaba sin hacer. Pero no me importaba, prefería que ella se quedase un poco más en la cama, dormir era una medicina reparadora para su ajetreada vida. No hablábamos en todo el día pues ella me lo dejo bien claro cuando comenzamos a vivir juntos: “es mejor así, cariño, pues nuestras ganas de vernos cada noche será mucho mayor”. Y yo le hice caso como buen enamorado. Al salir del Ministerio y llegar a casa, no le reprochaba que la cena no estuviese preparada porque yo entendía su agotamiento. Se lo perdonaba todo cuando me decía con esa boquita pequeña y esos labios, con un carmín rojo intenso y, casi cerrado “te quiero mi vida”. Yo, al escuchar esas palabras ya no era hombre, ni dueño de mis actos, el amor se apoderaba de mi, teniendo que reprimirme para que la saliva no resbalase por mi barbilla.
Nos conocimos en una intensa mañana de un domingo de mayo, donde las rosas peleaban por ocupar su olor en los jardines. Ambos estábamos sentados en un banco de los Jardines Centrales, yo leyendo El Antiguo Testamento y ella la revista de moda Burda. Una mirada mutua bastó para fijarme, yo en ella y ella en mi. A la tercera frase la invité a un vermut. Me lo aceptó sin dudarlo, aunque nunca llegamos a tomarlo. Fuimos derecho a mi piso y allí nos despojamos de todo el anhelo sexual que llevábamos contenido durante mucho tiempo. Me comentó que su situación económica era pésima, su padre en el hospital, su madre ciega, su hermano pequeño cojo a causa de la polio. Y yo, deseoso de poder ayudarle, le di un billete de cien pesetas. Volvimos a encontrarnos al domingo siguiente en el mismo lugar, y al otro y al otro y al otro. El día que no pude prestarle dinero para comprar alimentos para su hermana que estaba en un convento de clausura se enfadó, me dijo que si no la quería, que si estaba con ella por su belleza y me dejó con la palabra en la boca, pero para mí ya era tarde porque yo me había enamorado completamente de ella. Sólo vivía pensado en ella, en esos diecinueve años, en ese ligero taconear, en el canal de sus pechos que se insinuaban bajo su blusa blanca primaveral, en ese hablar tan atrevido y desafiador a veces, en ese pelo rubio que dejaba reposar en mi tórax. Me había enamorado locamente.
El mismo día de la semana, en el mismo sitio y a la misma hora allí estaba ella, y cuando me vio aparecer se puso en pie, corrió hacia mi todo lo que sus altos tacones le permitían y con voz casi infantil me dijo que me quería, que me quería mucho, que la perdonase si me había hecho daño la última vez que nos vimos, pero es que los problemas de su casa la afectaban demasiado. Yo la perdoné al instante y para que viese que no estaba enfadado con ella le propuse que nos casásemos. Ella me dijo que ...
CONTINUARÁ
© Miguel Urda