12/13/2010

El baile


A pesar de no haber leído –por el momento- toda la obra de Iréne Némirovsky, me atrevo a afirmar que el libro que voy a recomendar es su joya literaria: El baile, manuscrito que estuvo olvidado durante décadas hasta que fue publicado en el año 2004.

En el libro, la autora nos muestra a una familia Judía, los Kamp, que por un golpe de suerte se convierten en ricos; pero, claro, el dinero no lo otorga todo: les falta el reconocimiento de la elite social parisina de los años veinte. Para ello, organizan un baile donde invitan a la crema y nata de la ciudad. Una pequeña travesura de la protagonista, la hija adolescente, dará al traste con todo ello, pero pone al descubierto la hipocresía de una sociedad, las dificultades que conlleva la relación padres-hijos y a través de la madre nos muestra a un pobre personaje de vodevil, aunque es lo más curioso de toda la historia, así como el detrimento de la unidad familiar por conseguir un renombre.

Todo ello está narrado con una maestría genial, personajes perfectamente definidos, trama amena que dibuja una sonrisa permanente en el lector, pues todos podemos ponerles una cara conocida y familiar a los miembros de la familia Kamp.

Cuando queremos darnos cuenta, el relato ha finalizado más pronto de los que hubiésemos querido. Es un libro fácil de leer y de pocas páginas, pero suficiente para disfrutar de un buen rato de lectura.

© Miguel Urda

12/06/2010

La biblioteca


Hasta hace casi un mes, las discusiones con su hija adolescente eran constantes, motivadas por su desinterés hacia los estudios. De nada había servido los gritos, los castigos… La niña se había ido dando cuenta por sí misma y ahora sólo vivía para los estudios. Prefería hacerlo en la biblioteca. Allí, alegaba, había más tranquilidad, conseguía la concentración necesaria e incluso, dado la cercanía de los exámenes de selectividad, habían ampliado el horario y abría incluso los fines de semana.


Don Alfonso, el padre de la criatura, comentó con su compañero de trabajo el cambio de actitud de su hija respecto a los estudios, a lo cual esté le respondió que a su hijo le había pasado lo mismo.


Los padres no cabían en sí de gozo. Más vale tarde que nunca, se decían cada vez que veían partir a su hija hacia la biblioteca con los libros en la mano. Sólo les cambió el gesto cuando los informativos de las tres de la tarde dieron como noticia la clausura del bar “La Biblioteca” en su ciudad, por venta de estupefacientes y bebidas alcohólicas a menores.


© Miguel Urda

12/01/2010

364 días anónimos


Cuando escribo estas líneas es día uno de diciembre, día internacional del SIDA, tema sobre el que voy a hablar; o mejor dicho, voy a hablar de toda la parafernalia que acompaña a este día. Durante un día al año a todos los ciudadanos nos obligan a tomar conciencia sobre esta enfermedad y colocarnos un lazo rojo en la solapa. En este día todo el mundo es consciente de lo que significa el sida: enfermedades de homosexuales, de drogadictos, del tercer mundo… que afecta “a la parte diferente” de la sociedad. Los medios de comunicación han dado la noticia por activa y por pasiva: se cumplen 20 años de la conmemoración de este día. Y que paradoja tan peculiar: se celebra el día de una enfermedad, lo que parece llevar de forma orgullosa a presentadores de televisión, políticos, gente de la vida social, cuyo rostro es conocido, a lucir un lacito rojo como sinónimo de compasión. Es el momento de ser solidario. Y todo el mundo tiene cantidad de amigos gays, y los gays son la mejor gente del mundo, y no pasa nada por ser gay, y gays, gays, gays… Es el día, es el momento, de ser solidario para acallar una conciencia que olvida esta enfermedad para el resto del año.

Un primero de diciembre caminaba yo por una calle concurrida de mi ciudad cuando una señora, ya entrada en años y vestida de domingo, con una hucha en su mano derecha y un lacito rojo en la izquierda se acercó a mí para exigirme un donativo a favor de esta enfermedad. Con la mirada le dije que no y, sin darme tiempo a hablar la buena señora, metida en su papel de mujer solidaria y de de buen corazón, en ese día de su buena acción, me inquirió en tono inculpatorio e irónico:

- Gracias, señor, por su voluntad. Estas pobres gentes le agradecerán que no haya aportado nada para ayudar a estos desfavorecidos.

Me detuve en seco, al escuchar estas palabras y la señora cambió la cara al ver mi gesto. Debió pensar que sus palabras me habían hecho recapacitar y me paraba para sacar mi cartera y aportar algunas monedas a su hucha.

- Gracias por su voluntad, caballero, volvió a repetir la buena señora, acercando la hucha hacia mí.

Pero al ver que yo seguía sin hacer el gesto que tanto ansiaba ella quedó un poco desconcertada.
-Discúlpeme, buena señora -le dije atenuando la entonación de las dos últimas palabras. ¿Cree usted que por no llevar un lazo rojo en la solapa de mi chaqueta no soy solidario? ¿Qué si no le echo algunas monedas a su pertinente hucha no soy una persona solidaria y digna de esta sociedad? Señora, se le agradece enormemente que dedique parte de su valioso tiempo libre a solicitar dinero para la “pobre gente infectada por esta plaga” como usted ha dicho, pero piense que si no llevo un lazo rojo bien visible, ni me manifiesto pidiendo ayuda tambien puedo ser solidario. Yo, señora, tal y como usted puede comprobar, no llevo un lazo, pero durante 364 días, y de forma anónima, soy participe de esta “sociedad marginada”; no tengo un nombre social reconocido, pero participo de forma intensa en el colectivo BASIDA. Yo solo quiero ayudar, y participo de forma continua con este colectivo porque lo siento, no porque necesite acallar mi conciencia durante un día.

© Miguel Urda
Esta entrada la publique en este blog tal día como de hace un año.

11/27/2010

Un benevolente anfitrión


Para El General, la cena resultó magnífica una vez más.

Desde aquella vez que hubo un tremendo traspié con la invitada, no le gustaba dejar nada al azar y solía supervisar todo antes de su llegada. El menú para la velada de esta noche era el mismo de la vez anterior, y de la otra y de la otra, aunque… cada noche era diferente.

Al llegar a palacio todas las invitadas solían sorprenderse ante la opulencia de las atenciones que recibía por parte de su anfitrión. La consigna del General era que la comensal de turno tenía que sentirse cómoda. La cena daba inicio con una copa de champan rosa y ya bien entrado el segundo plato era cuando empezaba a notarla más relajada su decadente anfitrión. La escasa conversación que podían mantener las jóvenes invitadas solía girar alrededor de la deliciosa cena de esa noche y las atenciones que tenía el viejo dictador con ella.

Era en el postre cuando la jovencita dejaba de ser dueña de su cuerpo. No obstante el General era benevolente con ella. Antes de hacerle pasar a mejor vida solía despertarla para explicarle de forma precisa y minuciosa cómo sus chefs preparaban los exquisitos platos que minutos antes había elogiado.

© Miguel Urda

11/22/2010

Un contrato de trabajo


El anuncio del periódico era escueto: “Se necesita persona para hacer el muerto en horario de oficina. Bien remunerado". Obtuve el puesto sin traba alguna.
Cuando firmé el contrato observé que había una clausula que exigía inmovilidad absoluta
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© Miguel Urda, texto
© María Ureña, fotografía

11/14/2010

84, Charing Cross Road


Alguna que otra vez he tenido este libro en las manos pero nunca me llamó la atención para comprarlo. Y conocía el titulo, pues que una dirección sea un titulo de un libro no es algo usual. Sin embargo, días atrás un amigo me lo dejó y me dijo: “lee esto, que te va a gustar”. Y vaya si tenía razón.

El argumento expone la relación de dos personas a través de los años. Hasta ahí, bien: todo es aceptable. Pero es una relación basada en el cariño hacia los libros a través de una copiosa correspondencia que durará más de veinte años. La escritora Helene Hanff lee, en octubre de 1949, en un periódico de Nueva York, el anuncio de una librería de segunda mano en Londres, Marks & Co, cuya dirección es 84, Charing Cross Road y le solicita unos libros. A partir de ahí, se establece un vínculo literario entre la escritora y el empleado de la librería, donde deja visible dos mundos: Estados Unidos y Gran Bretaña. Vemos cómo coletean las secuelas de la Segunda Guerra Mundial, las penurias económicas, las cartillas de racionamiento, en Londres y cómo Estados Unidos va despuntando en un poder mundial absoluto… pero sobre todo vemos el cariño que dos personas van tejiendo con un mismo nexo en común.

Por las cartas, también pasan personajes de la librería: Cecily, Bill, Megan… y Nora, esposa del protagonista, que vivió en un segundo plano la relación literaria de su esposo con Helene, llegando a sentir algún que otro ataque de celos.

Helene Hanff fue guionista de series de televisión y teatro, pero sin ningún éxito comercial. Sin embargo, a raíz de la publicación de estas cartas en forma de libro, empezó a cobrar algo de notoriedad, aunque el verdadero éxito del libro fue el boca a boca.
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La obra ha sido versionada para teatro y trasladada al cine en el año 1987 con un genial Anthony Hopkins y Anne Bancroft.

Libro ameno, curioso y sobre todo sorprendente para pasar un buen rato entretenido.

© Miguel Urda

11/12/2010

Escribir


"Hallarse en un agujero, en el fondo de un agujero, en una soledad casi total y descubrir que sólo la escritura te salvará. No tener ningún argumento para el libro, ninguna idea de libro es encontrarse, volver a encontrarse delante de un libro. Una inmensidad vacía. Un libro posible. Delante de nada. Delante de algo así como una escritura viva y desnuda, como terrible, terrible de superar. Creo que la persona que escribe no tiene idea respecto al libro, que tiene las manos vacías, la cabeza vacía, y que, de esa aventura del libro, sólo conoce la escritura seca y desnuda, sin futuro, sin eco, lejana, con sus reglas de oro, elementales: la ortografía, el sentido".

"Escribir".
Margueritte Duras

11/03/2010

Quince folios por día



La constante negación de querer publicar su primera y gran obra literaria a los veinte años produjo una mofa entre sus amigos más cercanos y parientes llevándolo directamente a una depresión. Decidió mostrarles que estaban equivocados y que algún día el mundo literario se rendiría a sus pies. Resolvió dedicarse por completo al mundo de la escritura. Se compró una máquina de escribir Hispano- Olivetti, la más moderna que había en el mercado en esos momentos, concertó con una papelería de renombre un suministro de Folios Galgo y carretes de tinta para la máquina de escribir una vez al mes y así… comenzó su locura.

Acomodó la habitación principal de la primera planta de la casa que era la que tenía mayor luz natural para tal menester. Se marco un plan de trabajo diario: escribir quince folios por día, durante seis días a la semana, de lunes a sábado, lo que hacía un total de noventa folios. Ni una página más ni una página menos era el espacio que debían ocupar sus novelas.
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A las ocho en punto cada mañana comenzaban sus dedos a deslizarse por las teclas. A las doce hacia un alto para tomar un vermut acompañado de unas aceitunas y frutos secos que la chacha le había dejado silenciosamente. Un breve descanso para volver a la complicada tarea de crear hasta las 15.00 horas, hora que se sentaba a la mesa a comer y posteriormente la siesta. Las tardes las dedicaba a pasear por el cercano Parque del Retiro, hiciese calor o hiciese frío, para llegar, cenar y acostarse.

Una vez que el sábado colocaba la palabra fin en la novela, emitía un profundo suspiro, cogía los folios con las manos y los ordenaba por arriba y por abajo, por la derecha y por la izquierda, los ataba con una cuerda de algodón de color marrón y al armario de las novelas. Casi no cabía ninguna más, tenía que hacer un poco de fuerza para eliminar el aire que los papeles dejan entre sí y den cabida a una más.

El domingo era el día de inspiración, donde pensaba el planteamiento, nudo y desenlace de lo que comenzaría a escribir al día siguiente. Sus constantes años de escritura le habían hecho perfeccionar, ni un error ortográfico, ni una tecla mal pulsada, parecía saberse de memoria los diálogos, los puntos y aparte, las comas, las exclamaciones…

No existía descanso para la creación, trescientos sesenta y cinco días al año, sin vacaciones, sin prestar atención al verano o invierno. Toda su vida era la creación literaria. Los amigos dejaron de contar con él para las juergas nocturnas, dejo de hacer vida social, se olvido de buscar esposa. El tiempo transcurría deprisa, era ajeno al cambio de la gran ciudad que podía contemplarse a través de los grandes ventanales de su habitación, sus dedos finos y puntiagudos pasaron a tomar forma de espatulada¸ su papada cada vez era mayor, su cabeza parecía más despoblada cada día, su espalda comenzó a parecerse a un garfio.

Nunca había contado las novelas que había escrito durante todos estos años, su labor era crear, crear, y crear. Ya vendría la posteridad para darle el reconocimiento que merecía, a pesar que todas sus novelas tuviesen el mismo titulo, argumento y personajes.

© Miguel Urda

10/20/2010

Una mirada de ciento ochenta grados -2ª parte-


Me pregunté muchas veces si te habría llegado la carta que te escribí, diciéndote que cada uno de marzo, a las seis y media de la tarde estaría en El café de las letras, esperándote. Y cuando te vi aparecer, tres años después, ese primero de marzo lluvioso, con la gabardina empapada y que te daba un aspecto más elegante aún del que tú ya poseías, supe que te había llegado. Aunque para ser sincera, estaba a punto de abandonar la espera, nunca volverías. No te despojaste del sombrero que te protegía de la lluvia, pero era imposible confundirte, eras tú, Alberto. Yo estaba atenta a cada hombre que entraba por la puerta y ahí te vi, fueron escasos segundos pero ahí te vi, de pie, con esa elegancia de caballero innata en ti. Echastes una mirada de ciento ochenta grados al local, buscándome, estoy segura que me vistes sentada en el último rincón, en nuestra mesa de siempre, pero no llegaste a entrar, intentaste dar un paso hacia adelante pero distes media vuelta y saliste huyendo. ¿Qué te impidió dar esa paso? A través del cristal empañado pude ver como te detuviste un instante, me miraste fijamente y reanudaste tu caminar. En ese momento me entraron ganas de llorar pero no quería robarle protagonismo a la lluvia. ¿Qué te hizo volver a buscarme? ¿Por qué te fuiste tan rápido? ¿Querías saber si yo era una mujer de palabra, Alberto? Estoy segura que esa huida hizo más daño en ti que la primera.

Me negué a ello, a perderte con rotundidad, sin una explicación, sin un porqué. Ahora si era consciente que yo había dejado alguna huella en tu vida, sino ¿por qué volviste aquella tarde?
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Poco a poco te fuiste adueñando de mi vida, Alberto. Me despidieron del trabajo al no ser la secretaria tan eficiente que era; mi familia me llevó al médico, donde me dieron por imposible. No había medicamento alguno para poder olvidarte. No conseguían sacarme de aquí. De nuestro refugio de amor, donde las horas las pasábamos sin darnos cuenta, donde hicimos planes de futuro, de los hijos que tendríamos,… estas paredes fueron testigo de todo lo nuestro. Hacía cualquier cosa para volver a este café. Y yo les gané este juego, sigo teniendo copada esta zona. Yo sabía que este lugar era maldito para ti, pero algún día tendrías que volver, y yo estaría esperándote.

Ahora esto se acaba, Alberto. Van a cerrar este local, la gente prefiere cosas modernas y no tomar café en una mesa de mármol con el pie de una máquina de coser. Yo no sé que hacer, amor mío. ¿Dónde te esperaré? Y no tengo pena por mí, pues en esta vida nada tengo, solo el hueco de una escalera donde dormir, una libreta donde anoté todos los sueños que un día creamos y la espera por un amor que algún día llegará, yo sé que llegará.

© Miguel Urda

10/16/2010

Una mirada de ciento ochenta grados -1ª parte-


Hoy es la última vez que vengo a esperarte, Alberto. Lo he estado haciendo durante veinticinco años y creo que ha sido suficiente.

Durante todo este tiempo he estado pensando mucho en todo lo que pasó y no quise aferrarme al olvido. Fuiste cruel conmigo al acabar de una forma tan inesperada. Yo sabía que algo iba mal y tampoco iba engañada con tu amor. “No soy hombre para ti”, me dijiste. “Déjame comprobarlo”, te respondí. No me distes oportunidad para saberlo. Decidiste acabar lo nuestro un veintinueve de febrero. ¿Por qué en un día tan especial? ¿Sólo para poder rememorarlo cada cuatro años? Lloré toda esa noche y al despuntar el alba decidí esperarte, porque yo sabía que algún día volverías. Y aquí me tienes, uno de marzo en el último día de mi espera. Con esa fecha me pusiste en una encrucijada, ¿qué día esperarte? El veintiocho de febrero o el día uno de marzo. Opté por esta última, siempre los comienzos son bonitos y me gustaba la idea de comenzar un nuevo mes con la ilusión de verte llegar.

El café, desde donde tú sabes que te espero, apenas ha sufrido modificaciones. El mobiliario está más viejo y el café más malo, aunque quizás el cambio más evidente son los camareros. Han ido pasando etapas y casi todos los que estuvieron presentes en nuestro amor se han jubilado, y los nuevos son benevolentes conmigo, saben que soy inofensiva para el resto de clientes, aprenden rápido mis gustos: un café, con la leche algo templadita, un vaso de agua y un suizo o bollo que este blandito. Aunque no lo creas, Alberto, son cariñosos conmigo, yo no molesto, sólo me dedico a esperarte y ver transcurrir el tiempo, que ha pasado más deprisa de lo que a veces pensamos. No me gusta mucho mirarme al espejo, pero en mi pelo predomina el color gris, aunque sigo manteniendo el mismo peinado, esa cola de caballo que a ti tanto te gustaba despeinar. Cada vez me cuesta más andar, y me ahogo con facilidad. Ya no soy una niña, Alberto. ¿Seguirás queriéndome igual cuando me veas?
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Continuará
© Miguel Urda