5/11/2014

Diario de una novela. Regreso.


Diez días después y mismo escenario. Málaga. Estación de tren. Ave. Todo parece repetirse. Gente que grita por el móvil para decir que ya está montada; gente que se sienta en un asiento que no es el suyo; la azafata repartiendo los auriculares; mi novela colocada, en la mesa plegable, junto al neceser naranja que contiene mis útiles de escritura. Nada. No la he tocado ni un solo día, ni para corregir, ni para repasar, ni para aumentar el número de los folios. Nada. Al llegar a casa la saqué de la mochila, la coloqué en mi mesa de trabajo y lo único que hice fue cambiarla de sitio para que no cayese en el olvido ante posibles invasiones de libros u otros papeles. Nada. ¿Me remuerde la conciencia? Sí. Debo decir que sí, si no mentiría, pero voy a excusarme. Son vacaciones y ya sabemos lo que esto conlleva: salidas, encuentros, risas, playa, copas de vino; hablar de cómo te va, de proyectos; acordarte de que tengo la novela esperando encima de la mesa, ... Me entran ganas de mirar la definición de la palabra en el diccionario de la Real Academia, pero ¿para qué? para justificarme aún más. No he hecho NADA y ahora me siento culpable.
El Ave llega a Córdoba. No he abierto ni una hoja de la novela, ni tampoco de la novela que me he traído para leer en el viaje. Vuelven a sonar los gritos para hablar por el teléfono móvil. Me coloco los cascos que me dio la azafata a la salida. Aislarme para no escuchar, pero ¿no escuchar el qué? ¿los ruidos de la gente mal educada o mi conciencia? Estoy enfadado conmigo mismo. Nada de escritura ni de lectura. Ya lo sé, son vacaciones, me digo, pero el calendario cada vez está más contento de ver cómo la fecha se va acercando.
Por el altavoz se anuncia que estamos llegando a Madrid. Guardo la novela y el neceser. Ahora toca deshacer lo que hicimos al subir en Málaga. Desvío el pensamiento a la nevera. No tengo nada en ella. Es un pensamiento cobarde. Ya lo sé.
© Miguel Urda. Texto
Foto. Google


5/01/2014

Diario de una novela. Ida


Ave. 7:35 AM. Destino Málaga. Diez días de ¿vacaciones? Me digo que sí, que son vacaciones de clase, pero no de trabajo, que el tiempo me apremia y no quiero mirar cómo las hojas de mi enemigo más acérrimo van cayendo cada día. Es el signo indudable de que esté pendiente de mí y que me recuerda cada momento que tengo un plazo por cumplir.
Ayer imprimí todos los folios que tengo escritos de la novela y le coloqué un canutillo para que tuviese forma de trabajo finalizado. Lo guardo en la mochila junto al neceser naranja donde van todos los utensilios de escribir. Tengo dos horas y media de tren. Voy sentado en ventanilla. Me gusta leer y corregir textos en el Ave y no es la primera vez que me llevo algún texto para corregir. Mi idea es dedicarme a leer lo que tengo escrito para comprobar si tiene cuerpo de novela y confirmar que voy por buen camino. Sólo pido que en el tren no vaya ningún mal educado que vaya hablando por teléfono todo el trayecto. Ya en el asiento saco lo que tengo escrito de mi novela. No he querido numerarlos para no obsesionarme en si llevo mucho o poco escrito. Comienzo a leer, pero enseguida saco el rotulador rojo y el fosforito. Mal comenzamos, Miguel. Me cabreo y dejo de leer. De reojo miro el folio escrito. Mucho rojo. Y no, no quiero volver a las dudas, a las interrogaciones... Vuelvo a retomar la lectura. Intento no levantar la cabeza de los papeles.
El Ave se detiene. Córdoba. La gente sube, baja, alguien pregunta si pueden ayudarle con sus maletas; gritos al hablar por teléfono para decir que han parado dos minutos; gritos para decir que ese es su asiento; gritos de niños por el pasillo; gente que quiere fumar; la azafata reparte auriculares y yo... en silencio, al igual que el tren retoma la marcha por las vías en silencio, retomo mi lectura también en silencio.
Un poco antes de llegar a Málaga acabo la lectura. El tiempo del viaje ha estado bien sincronizado. Velocidad y lectura. Esta vez no se me ha hecho eterno. Comienzo a guardar las cosas en la mochila. Ojeo los folios y sobresale el color rojo. Tengo mucho trabajo por hacer. Me consuela la idea de que también tengo diez días para ver las cosas de forma diferente, pero voy a seguir escribiendo, ya llegará junio y sus correcciones.
El Ave llega puntual y en silencio a su destino. La misma voz masculina de antes vuelve a gritar al teléfono para decir que ha llegado; una señora mayor me pide mis auriculares que no he usado; me llega un rayo de luz diferente, la luz de Málaga. Vacaciones. Diez días y una novela en rojo. Sonrío.
© Miguel Urda. Texto
Foto. Google



4/24/2014

Diario de una novela. A la palestra.

Una vez a la semana, durante este último trimestre del curso, tenemos una asignatura que se llama psicología de la creatividad. El nombre en sí ya resulta curioso, pues no hay rama de la vida o de la sociedad que la psicología no haya investigado y si a esto le añadimos algo tan peculiar como el acto de crear, pues... tenemos el binomio perfecto para aplicar al mundo de la literatura. Cuando descubrimos que esta clase significa aplicar la Terapia de Gestalt a los personajes de nuestros proyectos, nos quedamos un poco descolocados, sin saber muy bien en qué consiste dicha terapia y mis compañeros y yo nos sorprendemos cuando la profesora nos pide que arrinconemos todas las mesas contra la pared y coloquemos dos sillas en el hueco que han dejado. Y pregunta quién quiere salir. ¿Cómo? Y sin dejar tiempo a más preguntas manda salir a un compañero. Y es en ese momento cuando veo que mi compañero está en un escenario de un teatro cuyo público somos sus siete colegas y la profesora es la directora de la función. Le hace preguntas sobre su personaje, que se cambie de sitio y sea el personaje quien responde.
Ayer me tocó a mi salir a la palestra, hablar de mis personajes, con mis personajes y sobre ver cómo mis personajes me hacían preguntas y pedían justificaciones sobre ciertos hechos que transcurren en la novela. Y para qué negarlo, en esos momentos te sientes observado y los nervios actúan, pero para mí lo difícil no ha sido hablar de mis personajes, de la novela,... sino el efecto que deja la clase una vez acabada porque durante la clase yo soy el protagonista y estoy más pendiente de la profesora y de mis compañeros que de lo que ocurre en sí. Es al finalizar, camino a casa, cuando la cabeza se llena de preguntas. ¿Qué hay de autobiográfico en mi novela? ¿Qué personajes tienen más de mí? ¿Por qué quiero contar esa historia y no otra?...
Preguntas. ¿Cuántas preguntas me hago desde el trayecto de la escuela a mi casa? ¿Cuántas tienen respuesta? Es verdad que en toda novela, en todo relato siempre hay algo autobiográfico, pero está bien camuflado. Y en este proyecto no va a ser menos, en los tres personajes principales hay algo de mí, pero como he dicho antes están bien camuflado, sin embargo, hay un personaje que me ha costado más definirlo, buscar su sitio en la novela y que cómo característica especial es que le gusta la carne y el pescado. ¿Por qué tanta dificultad para construirlo? ¿Quizás porque conozco a alguien que le vayan esos gustos? Y directamente me digo,que no, que yo no conozco a nadie que le vaya la carne y el pescado, pero es en esos momentos de relajación mental o de un pensamiento descuidado, cuando me viene a la mente una imagen. Sí, ahora lo entiendo todo: la complejidad del personaje, esa caracterización tan difícil, las dudas que me acarreaba su creación.
Sí, la terapia tiene razón. Hay más de nosotros de lo que pensamos en la ficción -o creemos que es ficción- que creamos. En la novela no va a ser menos. Solo me dejo sorprender -una vez más- por lo juguetona y sabía que es nuestra mente.
© Miguel Urda. Texto
Foto. Google



4/06/2014

Diario de una novela. Rotulador rojo.


Los folios que voy escribiendo son una primera escritura, ya llegará el momento final de corregir la novela entera. No obstante, a veces no consigo reprimir el impulso de leer algo escrito días antes. Resulta difícil leer porque lo que me gusta en la primera lectura, en la relectura no me gusta. Igual que cuando he acabado el folio tal o cual y me parece que he hecho un trabajo aceptable, cuando lo he dejado un tiempo en reposo y vuelvo a leerlo me entran ganas de tirarlo a la papelera de reciclaje. Es la gran dicotomía del escritor. ¿Cuándo dar por bueno un texto?
Es algo sistemático, cuando cojo algo escrito por mí el rotulador rojo de punta fina también me acompaña. Me gusta marcar lo que veo extraño en el texto, lo que no me gusta, hacerle llaves, flechas, subrayados, anotaciones al margen, al pie de página... Cuando he acabado de leer un texto, queda muy poco del original. Supone un trabajo nuevo y no me atrevo a calificar si más o menos interesante que escribir la primera versión, pero sí que me provoca cierto optimismo el ver cómo los trazos señalados por el rotulador rojo significan una revolución en el texto y, por lo tanto, una mejora explicita en él.
© Miguel Urda. Texto

Foto. Google

4/01/2014

Diario de una novela. Desnudo.


Hoy en clase ha salido el tema de la desnudez en los diferentes campos artísticos, y ha derivado a si el artista crea mejor desnudo o no. Una compañera tuvo una etapa de pintora y ha dicho que sí, que hubo momentos en que la pintura le requería que lo hiciese desnuda y, es más, ella se sentía cómoda. No soy quién para juzgar o criticar tal hecho y más cuando yo considero el desnudo como una parte esencial de la sociedad. La cuestión es que yo no me veo teclear desnudo en el ordenador . Y para ser sincero, no lo he probado. Igual a la protagonista de mi novela le sienta bien que yo este así; o a las musas les da por hacerme un regalo y presentarse de forma continua. No reniego del desnudo, ni de la opinión de mi compañera y ni de mi profesor, pero cada uno sabe lo que le va mejor y yo... no me veo en mi terraza, sentado en la mesa de Ikea y delante del folio en blanco con mis atributos al aire buscando la inspiración. No señor. Cada cual tiene su forma y habito para escribir, pero yo desnudo... como que no me veo.
© Miguel Urda. Texto

Foto. Google

3/24/2014

Diario de una novela. La memoria inteligente


Hoy, de camino a la biblioteca, me he parado en un puesto improvisado,de un hombre que vende libros de segunda –o tercera– mano, parapetado en un banco de piedra. Descubrí uno que leí en el mismo momento de su publicación, a principios de los años noventa, y que es de esas narraciones que dejan huella. El título en cuestión es La soledad era esto de Juan José Millás.
Este libro me lo podría haber comprado nuevo, pero hay ciertos títulos que prefiero que tengan pedigrí, es decir, que hayan pasado por otros lectores, que tengan frases subrayadas, e incluso, que contengan anotaciones El porqué no sabría muy bien explicarlo. Durante mi etapa inicial de lector mi economía no me permitía comprarme todos los libros que leía o que me hubiese gustado tener, por lo que hacía uso de la biblioteca; de ahí me fueron quedando marcadas ciertas secuelas -en este caso en positivo- de libros que me gustaron por diversas razones. Pero la llegada a Madrid y el amplio e intenso y extenso mercado de libros de segunda mano que existe ha hecho que poco a poco vaya adquiriendo títulos que yo deseaba tener para volver a leerlos e incluirlos en mi biblioteca.
Cuando he visto que La soledad era esto estaba subrayada no lo dudé ni un instante: tenía que ser mía. Le he dado al vendedor las monedas que me ha pedido y como si guardase un tesoro que llevo muchos años buscando, lo he metido en la mochila junto a los apuntes del Máster de Narrativa.
Ya en casa, y junto a una copa de vino tinto y unos aperitivos, lo he sacado de su escondite para saborearlo y cuál ha sido mi sorpresa cuando me he puesto a leerlo. Sin apenas darme cuenta compruebo que su protagonista guarda similitudes con mi protagonista, que mi novela tiene un arranque parecido, es decir, un hecho que provoca unos cambios -sin marcha atrás- en su vida; lo cual me lleva a preguntarme si la memoria es tan inteligente que guarda todo. ¿Cómo es posible que yo no me acordase de esta novela a la hora de escribir? No estoy haciendo una nueva versión, ni un plagio, solamente –y de forma que ni yo mismo me explico– mi memoria ha hecho surgir varios elementos o detalles de esa narración que yo tenía almacenado de la novela para aplicarlas a la mi novela. La memoria es inteligente, más inteligente de lo que usted –querido lector– y yo pensamos.
© Miguel Urda. Texto

Foto. Google

3/19/2014

Diario de una novela. Imprimir.


Soy persona de imprimir lo que escribo, por un lado porque necesito tenerlo en papel, para ver lo que he escrito y por otro veo con mayor nitidez los errores. Con el tema de la novela me ocurre igual, necesito imprimir para ver lo que he escrito y ver como lo que comenzó siendo un folio impreso ha ido aumentando en cantidad. Es un gozo ver como  en esos diez, treinta, cuarenta  y cinco folios impresos lo que hay en ellos ha salido de tu cabeza. Es una forma de aumentar la autoestima del escritor que siempre esta en entredicho.
Si hay un motivo por el que tengo ganas finalizar el primer borrador de mi novela es para poder tocar los ciento cincuenta folios, aproximadamente, y ver que todo, todo lo que hay en ellos es fruto de mi imaginación y de mi trabajo.

© Miguel Urda. Texto

Foto. Google

3/14/2014

Diario de una novela. Reescribir.


Ayer en clase, en la ronda incial y general de preguntas de como esta la situación de tu novela, salio el tema de la reescritura, de que a veces no avanzamos porque nos dedicamos a reescribir lo escrito la semana anterior. ¿Es bueno o es malo ir reescribiendo? ¿es mejor ir escribiendo sin corregir? Hay opiniones para todo gusto. El profesor nos aconsejo que es mejor ir escribiendo, ir avanzado, ir buscando el camino de la novela para trazarlo, aunque sea con tropezones, con dudas y con interrogantes. Yo soy de la misma opinión, pienso que lo mejor es escribir, escribir y escribir, para tener una primer borrador,una primera versión de lo que quieres escribir. A partir de aqui queda mucho trabajo por delante, incluso me atrevería a decir que más que el de escribir la idea original. Reescribir es el verdadero oficio del escritor.
© Miguel Urda. Texto

Foto. Google

3/10/2014

Diario de una novela. Miserable.


Soy un miserable a la hora de escribir. Han leído bien, miserable. Cuando me refiero a miserable lo hago refiriendome a que exprimo al máximo el papel que tengo delante para que quepan más letras. Todos sabemos que una de las posiblidades que ofrece Word es una capacidad infinita de folios en blanco que, por más que escriba, siempre habrá un folio más que llenar de palabras. Entonces ¿para que ahorrar en esta cuestión?
En la primera escritura suelo poner el interlineado en modo simple y los margenes los coloco a dos -y a veces algo menos- para que así me dé la impresión de que escribo menos. Es una forma de autoengaño fácil, ver cómo se llenar el folio de palabras para que cuando llegue la hora de corregir no sea un texto inferior a lo que pensaba que tenía escrito. Una vez que tengo escrito el folio, que con esta medidas suelen contar con un promedio de ochocientas cuarenta palabras, lo adapto al formato necesario para una lectura, impresión y corrección, que suelen ser márgenes de tres centrimetros e interlineado a uno y medio. Es sorprendente ver cómo casi se duplica el tamaño de un texto en un folio del que apenas tenía escrito medio. Es un autoengaño, lo sé, pero a mi me funciona.

© Miguel Urda. Texto

Foto. Google

3/05/2014

Diario de una novela. Desorden cronológico.


No consigo terminar el capítulo dos. Es como volver insistentemente al inicio de la novela y comenzar a escribir. Decido seguir el consejo de los profesores, seguir escribiendo y ya volveré atrás para atar los flecos narrativos. No puedo detenerme en reescribir algo que seguramente tocaré de nuevo en la reescritura final. El capitulo tres me sale sin dificultad, quizas porque es un cambio de narrador y habla un personaje diferente.
Conforme voy avanzado me sorprendo de los quebraderos que tiene un escritor y que pocas veces los conoce el lector. Escribir el capitulo tres sin tener terminado el capítulo uno o el dos es como querer subir una escalera de mano apoyada en la pared y a la que le faltan los dos primeros peldaños. Esto de escribir la novela sin el orden convencional de los capítulos e ir haciéndolo por partes es algo muy común, igual que en el cine no se rueda una película tal y como la vemos. Lo importante es saber unir lo que se ha escrito antes con lo que se ha escrito después y sobre todo conseguir que tenga una coherencia narrativa acorde con el desarrollo de la novela. No sería la primera ni la última vez que al leer una novela me quedo sorprendido cuando leo algo que no cuaja, bien porque se ha escrito deprisa, se ha trabajado en un capítulo aparte o se ha añadido a última hora.
Tengo todas las anotaciones de los capítulos de mi novela escritas en una hoja de cálculo para no perderme y así sé lo que tengo que escribir en cada capítulo para no perder el hilo narrativo. Es un buena forma de no perderse dentro del tinglado que supone escribir una novela. No obstante, la desorientación suele estar acechando en cada tecla.
© Miguel urda. Texto

Foto. Google

3/01/2014

Diario de una novela. Calendario



Hoy he mirado el calendario y me ha dado miedo. Y he contado los meses que quedan hasta junio: cuatro meses. Son ciento veinte días. ¿Es mucho tiempo o poco tiempo para escribir una novela? Realmente no lo sé (o sí lo sé, pero es una forma de autoengaño, es poquísimo tiempo). Cuatro meses. Decido que lo mejor es planificarme. Ya tengo casi veinte folios y no puedo permitirme el lujo de dudar y volver a comenzar. Lo único que tengo claro es que debo seguir escribiendo. Planificación es lo que necesito. 
Preveo que en una primera escritura la novela alcance los cientos cincuenta folios. Decido que debo tener terminado el primer borrador a finales de mayo para poder revisarlo y reescribirlo en junio, por lo tanto me pongo a hacer cuentas de nuevo. Me quedan tres meses para escribir: marzo, abril y mayo. Si son ciento cincuenta folios lo que tengo pensado, ¿cuántos folios debo escribir por día? Me salen 1,66 folios por día, no está mal, pero ¿debo incluir sábados, domingos y festivos? Creo que no, que mejor dejarlo para reposar los textos y la cabeza -aunque esta nunca descansa-, por lo que de nuevo me pongo a hacer cuentas. Redondeando son sesenta días para escribir ¿a cuantos folios sale el día? A dos folios y medio. No me parece mucho, pero esto también condiciona un poco la calidad de la prosa. ¿Es lo mismo escribir a un ritmo sin presión que con ella?
Miro el calendario de nuevo. Me entra un escalofrio por todo el cuerpo. El tiempo apremiacon velocidad desmedida, de la que no puedo huir. Tengo miedo.
© Miguel urda. Texto
 Foto Google.


2/24/2014

Diario de una novela. ¿Por qué?



¿Por qué? es lo primero que me pregunto cuando estoy delante del folio en blanco y no consigo escribir nada ¿Por qué decidí emprender el proyecto de escribir una novela? ¿Por qué escribir una novela y no un libro de relatos? ¿Por qué escribir? Siempre que me pongo a escribir me las formulo sin llegar a una respuesta.
Una novela. Una novela es el proyecto del Máster de Narrativa que estoy realizando para entregar a finales de junio. Comencé a escribirla con el inicio del curso, en octubre, y lo hice con ganas, con ganas de crear una historia, convivir con unos personaje..., durante un año lectivo. Estuve durante todo el verano dándole vueltas a la trama, al narrador, a los capítulos... Todo lo tenía perfectamente planificado en la cabeza. Fue sentarme a escribir y sorprenderme por la la fluidez con que salían las palabras, llenaba hojas y la novela iba por el camino adecuado. Cuarenta folios, más o menos, escritos hasta finales de noviembre. Buen ritmo, me dije, así tendré acabada la novela mucho antes del plazo final, pero... llegó el temido bloqueo, la consabida duda, y el irremediable dejar transcurrir los días. Leía lo escrito y veía una sin historia sin fuerza para desarrollar una novela, los personajes me salían planos, demasiados o pocos capítulos –según el día–... ¿Solución?: todo a la basura, sin miramientos y sin apenas dolor -o eso quise creer- y llegó la hora de ponerme a escribir de nuevo. No había tiempo para buscar una nueva historia. Diciembre estuvo justificado por la Navidad. Enero llegó con prisas, y mis compañeros me hacían preguntas de cómo iba. Sin nada, en blanco, yo era el único que no avanzaba, pero no me preocupaba –o eso quería creer– yo escribo mejor bajo presión. Febrero hizo acto de presencia y los folios seguían en blanco. Decidí volver al principio, a mi forma de encararme con los problemas literarios cuando algo no sale: compré un cuaderno de rayas en Muji y con mi estuche de bolígrafos y lápices puse rumbo a las cafeterías. Escribir a mano es mi receta perfecta porque no hay lugar para ir borrando palabras, ni copiar, pegar o suprimir, sino que entras de forma directa en lo que quieres escribir y así fue, las palabras comenzaron a fluir con algo de dificultad o temor –me atrevería a decir– y cuando levanté la cabeza tenía escrito un folio, con la letra apretujada, unos cuantos borrones. Aquello sí era como yo quería contarlo, por lo que los sucesivos días seguí el mismo ritual.
El fin de semana pasé a ordenador lo escrito, apenas cuatro folios. De forma inconsciente miré el calendario. Junio estaba a la vuelta de la esquina. El miedo me paralizó de nuevo, llegaron la incertidumbre, el temor a una posible vacilación sobre el momento en que me encontraba ¿Y si no era capaz de escribir la novela? ¿Y si volvía a flaquear a mitad de la historia? ¿Y si no estaba capacitado para escribir?... Me puse a ello acompañado de la terrible sombra que se cierne siempre al escritor. El quinto folio lo escribí directamente al ordenador y así hasta el quince. Punto y final del capítulo uno. Sólo un capítulo -el boceto de un capítulo- de los quince que tengo pensados para la novela en una primera versión. ¿Es mucho o es poco? No lo sé. Pero en ese momento me vino una idea a la cabeza, ¿por qué no compartir mis miedos, mi forma de escribir, mis dudas, mis alegrías, mis avances, mis retrocesos...? Y este es el motivo de esta entrada: ir contando de forma paralela a mi novela todo lo que acontece en su creación. ¿Les parece bien? ¿Sienten curiosidad? Pues... atentos al blog.
  © Miguel Urda (Texto y foto)
 


1/13/2014

Verde como el Hielo




No, no estoy equivocado, están leyendo bien, verde como el hielo, son las palabras que dan título al primer libro de Pedro Sánchez Negreira, un autor que en el año 2011 decidió mostrar sus relatos a través del blog, http://entrenuncayquiensabe.blogspot.com.es, consiguiendo en poco tiempo conseguir seguidores acérrimos de su prosa y de su creatividad.
Es un libro que refleja su adicción al microrelato, género que domina con gran maestría. En estas páginas Pedro Sánchez Negreira aborda temas de la vida cotidiana, de esa vida que es la misma en la que usted o yo participamos y donde de la que perfectamente podemos vernos reflejados como personajes –principales o secundarios–. Son historias que parten de situaciones que todos podemos reconocer y perfectamente podrían desarrollarse o ampliarse en un relato corto, medio o incluso en una novela.
Las ciento noventa y tres páginas de Verde como el Hielo están narradas con una prosa delicada, suave y a la vez hechizadora, que consigue atraparnos en la primera historia y no dejarnos ir hasta llegar a la palabra fin. Una vez satisfecha la curiosidad inicial, el libro te exige volver a él, pero de una forma más pausada, a una segunda lectura para detenernos en los detalles, en los elementos no contados, en la posibilidad de una nueva interpretación de la historia.
Como ejemplo, en sus páginas podremos tener la certidumbre de que los niños siempre dicen la verdad; de que a veces una efemérides es una razón de peso para reafirmarnos en una decisión; nos sorprendemos de cómo un pos-it puede ser el eje en un triángulo amoroso; o cómo continente y contenido incluyen una cláusula especial que a veces se le escapa al lector; el informe de una autopsia revela datos que el forense es incapaz de analizar; el aprendizaje del abuelo siempre tendrá un punto de vista diferente; la incomprensión despiadada la hora en un despido laboral.
La narración de Pedro Sánchez Negreira se complementa con las ilustraciones de Dictinio de Castillo-Elejabeytia, quien ha conseguido captar instantes, trozos de la imaginación de Pedro y plasmarla en dibujos deconstruidos, en mosaicos indefinidos o en aparentes garabatos no aleatorios.
Este libro es el primero a nivel individual de Pedro Sanchez Negreira, partícipe de una nueva generación de microcuentistas, en la que no impera la juventud ni el interés comercial por publicar, sino que está presente el talento, la ingenuidad, su visión particular de lo que les rodea... Entre ellos destacan Elysa Brioa, http://elystone.blogspot.com.es en la que podemos apreciar microrelatos con su particular sonrisa negra y Javier Ximens, http://ximens-montesdetoledo.blogspot.com.es quien a través de Benicio y Justina nos muestra una forma muy particular de ver la vida.
Lo aviso, hay que estar muy atentos a estos autores porque prometen. Se lo aseguro.
El libro está editado por la editorial Zaera Silvar, en la colección Lenguas de Ornitorrinco. (http://www.zaerasilvar.es/silvareditor/catalogo/verde-como-el-hielo/)



© Miguel Urda



10/08/2013

Stoner, John Williams


Había querido ser profesor, y lo fue, aunque
sabía, siempre lo supo,que durante la mayor
parte de su vida había sido uno cualquiera.




Mucho tiempo. Hacia mucho tiempo que no pasaba por mis manos una novela tan intensa, de esas que no podemos soltar hasta llegar a la palabra fin: Stoner, de John Williams –por favor no confundir con el compositor de Bandas Sonoras–.
A lo largo de sus doscientas cuarenta páginas nos encontramos con una historia simple, contada de forma cronológica: la de un profesor de Universidad, William Stoner, en Missouri, en los Estados Unidos de principios del siglo XX, desde que sus padres lo mandan a la Universidad hasta su muerte. Publicada por primera vez en 1965, está claramente influencia por las secuelas que dejó la generación perdida. Nos muestra la melancolía, el desencanto, la tristeza que ocasionó en Estados Unidos la primera Guerra Mundial, la crisis del 29, la ley seca,...
¿Qué es lo que tiene de extraordinario la novela, si narra la vida cotidiana de un profesor de Universidad? Y es eso mismo, el hecho de que sea una historia simple, sencilla, verosímil, lo que nos seduce y nos lleva a continuar leyendo página tras página. Recorremos su historia, desde sus comienzos como estudiante en la Universidad –en un principio va a estudiar agronomía, pero la cambia por la literatura–, su graduación, su boda, sus problemas –tanto en el trabajo como en el día a día–, su descendencia ..., es decir, la vida de una persona, de un ciudadano de a pie, de un individuo que no se rebela contra nada ni nadie, lo que puede provocar que sea considerada como una vida monótona o aburrida. Es la forma ágil de narrar lo que atrapa, cómo nos muestra la vida de William Stoner y la de los personajes satélites que pasan por la vida del protagonista, sobre los que quisiéramos saber más y que son merecedores de tener su propia novela.
Por otro lado surge el inconformismo del lector sobre el modo de actuar del protagonista ante los hechos que se le van presentando: ¿Actúa con coherencia? ¿Es cobarde al no rebelarse, al aceptar todo lo que le sucede?... y es por ese motivo por el cual la novela no deja indiferente al lector, que no puede permanecer pasivo al finalizar su lectura. Bajo una narración sencilla subyace un trasfondo de ideas, de sentimientos que provocan interpretaciones múltiples sobre lo que nos cuenta John Williams en su novela.
Stoner es un libro al que le ha faltado una campaña de publicidad adecuada. Ha sido el boca a boca lo que la ha ido asentando como una de las novelas más recomendadas últimamente. La novela esta publicada en Baile del Sol. Va por su cuarta edición.
Su lectura no defraudará. Estoy convencido.

© Miguel Urda


5/09/2013

Una caja de pannettonne




A un señor le cortaron la cabeza pero como después estallo una huelga y no pudieron enterrarlo, este señor tuvo que seguir viviendo sin cabeza y arreglárselas bien o mal1. Su cabeza cayó olvidada en la esquina de los desechos de la frutería. Yo me la llevé a casa, pero no le dije nada a mamá, ya que se pondría furiosa diciendo que solo le llevo cosas inútiles y que recojo todo lo que me encuentro por la calle. La escondí entre el oso de peluche y el payaso de tela. Por la noche esperaba que todos estuviesen dormidos para sacarla de su escondite. Una noche me habló y me dijo que si la llevaba a la calle.

A la caja de panettone de la Navidad anterior le abrí dos agujeros. Y el sábado por la mañana metí la cabeza dentro y nos fuimos a dar un paseo por el pueblo. Conforme íbamos caminando, le preguntaba si conocía por dónde íbamos. Me decía que sí, que le sonaban algunas calles y comercios. De repente, noté cómo se alteraba y cómo daba saltos dentro de la caja y me decía a la derecha, a la derecha. Miré a la derecha y entendí su agitación.


© Miguel Urda
1Frase correspondiente a Julio Cortázar.
Imagen de Google

1/29/2013

El calendario me ha dicho que...



- Cuando los sueños se hacen realidad y no son del color que esperabas.
- Cuando ves que la vida no danza al ritmo que tú quieres.
- Cuando las piedras están tan vacías que el propio golpe no provoca dolor.
- Cuando te sitúas desnudo delante del espejo y solo transmite una soledad persistente y perpetua.
- Cuando descubres que la persona que quieres es cobarde y opta por seguir bajo la comodidad que otorga la familia.
- Cuando ves que los amigos ya no son tan amigos.
- Cuando te dicen, sin ruido apenas, aquí estoy.
- Cuando compartes con cuerpos anónimos, jadeos, sudor y sábanas y te sientes vacío.
- Cuando la noche parece no tener fin para dar cabida a los pensamientos.
- Cuando consigues la ansiada libertad, pero continuas preso.


Cuando volqué esta entrada en mi blog, la más personal de todas las que he realizado hasta la fecha de hoy mi vida navegaba por la deriva, por debajo de la subcapa freática de los sentimientos. Eran momentos de confusión, de tempestades internas,... Cómo punta del iceberg estaba la salida de una relación cobarde y ni siquiera llegaba a plantearme un futuro, solo eran dudas, dudas y más dudas acompañadas de cierta frustración personal. Hoy el calendario me indica que cumplo años y de una manera intrínseca mi mirada se vuelve hacia el ayer, hacia esa entrada que reflejaba todo lo que yo sentía. Hoy soy distinto y no es porque el tiempo haya transcurrido, que en cierta forma todos sabemos que ayuda a curar herida, sino porque he estado dispuesto a que estas cicatricen; a pasar página; a evolucionar y sobre aprender que:

- Cuando los sueños se hacen realidad y no son del color que esperabas a admitir la nueva tonalidad del sueño.
- Qué la vida danza a un ritmo que difícilmente puedes imponer y alcanzar. Lo mejor es solo acoplarte a él marcando uno mismo el paso cuando lo considere oportuno.
- Qué el vacío dolor que provoca la piedra no sirve para quejarse, ni tampoco es aconsejable devolverla, sino quedarme con ella para que no pueda ser arrojada de nuevo.
- Qué la soledad que transmite el espejo ante mi desnudez es real pero ya no incomoda o molesta sino, todo lo contrario, la disfruto.
- Qué no todos tenemos el mismo de vista del amor y no todos queremos por igual.
- Qué las amistades son perecederas y hay que desprenderse de amistades innecesarias y oportunistas para que otras nuevas lleguen.
- Qué la mejor forma de decir "aquí estoy" sigue siendo en silencio;
- Qué cuando se comparte un jadeo, una sabana y sudor con un cuerpo anónimo no hay más responsabilidad que ese momento de placer;
- Qué cuando la noche parece no tener fin hay un amanecer para vivirlo;
- Qué el preso se habitúa fácilmente a la preciada libertad.

Hoy que cumplo cuarenta y seis años estoy en una etapa de mi vida arriesgada y llena de ilusión. Hace cuatro meses comencé una andadura nueva viniéndome a vivir a Madrid para realizar un proyecto cuya duración son dos años, que a la vez es poco y mucho tiempo y que por la cuenta que nos trae, a la ciudad y a mi respectivamente hemos decidido a llevarnos bien, aunque por el momento debo de decir que todo va encajando de forma perfecta, demasiado bien diría yo y que dada las características y circunstancias de mi vida me permiten proyectarlo. No obstante no permanezco quieto ni impasible a todo lo que me sucede, así como nuevos proyectos e ilusiones ya sean a corto medio y largo plazo existen: Canadá, esa espina que a veces se hace notar y que sin duda alguna tendré que quitármela algún día; Japón también cobra fuerza; proyectos narrativos o literarios;... Eso sí, teniendo en cuenta que debo de disfrutar el presente, el ahora y receptivo a todo, a todo lo que la vida me va poniendo por delante.
Espero que sigamos leyéndonos como mínimo otros cuatro años.
Gracias por dedicarme parte de vuestro tiempo al leerme.

© Miguel Urda

12/26/2012

Impuntualidad formalizada




Sabe usted, doctor, ella juega conmigo, es plenamente consciente de ello.
Cada día llega tarde y bien que me desespera. El segundo día que llegó tarde a clase le hice saber que la puntualidad era algo vital para su buen funcionamiento y no perder el ritmo. Ella asintió a todo lo que yo le iba diciendo y me prometió que nunca más volvería a ocurrir, pero al día siguiente llego con veinte minutos de demora. Delante de todos sus compañeros se justificó echando la culpa al tráfico, y como yo vivo ese problema cada día pues no pude replicarle; el cuarto día apareció cuando la clase llevaba quince minutos empezada, pero si le soy franco yo sabía que iba a llegar tarde. Unos golpecitos en la puerta y entró intentando andar de forma sigilosa pero sus zapatos de alto tacón marcaban con un sonoro ruido cada paso.
— ¡Lo siento! –dijo ella con una voz suave y casi infantil a la vez que despojándose de su abrigo negro que le llegaba hasta los pies, dejando al descubierto una blusa blanca casi transparente donde perfectamente podía distinguirse los encajes del sujetador. Apreté la tiza con más fuerza como forma de contención.
No puedo seguir, doctor, perdóneme pero no puedo seguir así. Es una provocación diaria. Se ha creado una especie de impuntualidad formalizada. Ella sabe que llega tarde a propósito y mediante esa forma tan delicada y sensual que tiene de quitarse el abrigo o gabardina en invierno, o cuando hace menos frío dejando ver el vértice que existe entre sus enormes pechos, sabe que bloquea mi capacidad de reprobarle su demora. No sabe usted, doctor, lo que estoy lo sufriendo. En mis veinte años de profesión nunca me había pasado algo así. No sé que pensar o que hacer, doctor. Me tiene loco, pierdo el sentido. Deseo que llegue la clase para verla pero no quiero que llegue. Tengo miedo, me pongo nervioso, transpiro constantemente, paso las noches inquieto pensando en la primera clase del lunes, del miércoles y del viernes. Porque la veo llegar a ella tarde, con un promedio de unos veinte o treinta minutos y cómo, de forma apurada, intenta tomar el hilo de la clase. No puedo, doctor, no puedo seguir así, no es la típica estudiante recién salida del bachillerato. Días atrás revisé su expediente: acaba de cumplir los veinticinco años y tiene dos carreras terminadas con CUM LAUDE por lo no que puedo quejarme de que sea una mala estudiante y hasta el día de hoy todos los trabajos me los ha entregado con un resultado estupendo. ¿Qué hago, doctor? ¡No puedo seguir así! Cada día que pasa es un tormento. A veces cuando estoy escribiendo en la pizarra noto como su mirada me ametralla, como me observa, como estudia cada gesto mío. Consigue que pierda mi serenidad habitual.
Si he venido hoy a su consulta es porque no puedo más, doctor. Ayer me la encontré por los pasillos de la facultad y claramente vi como se abría el abrigo para que yo pudiese ver su blusa casi transparente. Buenos días, Don José, me dijo con esa voz melosa que sabe poner. Y tuve que correr al baño, doctor, no podía más, mi mástil que últimamente anda sin ganas de desplegar velas me pedía guerra y me masturbé allí mismo como un adolescente. Ya no estoy para estas cosas, doctor, no tengo veinte años, traspaso el medio siglo de edad y las pocas veces que estoy en encima de mi mujer pienso en ella. No puedo más, doctor, no puedo más.
Miguel Urda


Imagen Google

12/05/2012

El silencio inquieto

Hoy abro una nueva ventana a la cultura, es decir, un blog donde voy a ir plasmanado las opiniones de los libros que voy leyendo o de una u otra forma van marcando mi vida lectora.

Comienzo la nueva andadura con una recomendación de Miguel Delibes. 

Dicho sitio es:

http://elsilencioinquieto.wordpress.com


Espero veros por alli.

Gracias 


Miguel Urda 




11/26/2012

GAFAS DE SOL



I

LLUEVE. MANUELA SALE DEL METRO AL EXTERIOR. MIRA HACIA ARRIBA. EN LA MANO IZQUIERDA LLEVA LAS GAFAS DE SOL. COMIENZA A ANDAR DESPACIO. SE COLOCA LAS GAFAS. JULIAN LA VE DESDE EL CAFÉ DE LA ESQUINA. DEJA UNAS MONEDAS ENCIMA DEL MOSTRADOR. SALE APRESURADO. SE COLOCA A UNA DISTANCIA CORTA DE ELLA. NINGUNO DE LOS DOS LLEVA PARAGUAS. COMIENZA A LLOVER MÁS FUERTE. HAY GENTE CORRIENDO EN BUSCA DE COBIJO EN LOS SOPORTALES.
ELLA SE LEVANTA Y JUNTA LAS SOLAPAS DEL ABRIGO NEGRO. ALIGERA EL PASO. ÉL SE COLOCA AL MISMO NIVEL QUE ELLA. LA MIRA. SE DETIENEN AMBOS. LA MUJER VUELVE A ANDAR. JULIAN LE DICE ALGO. ELLA LE GRITA. JULIAN LA COGE DEL BRAZO Y LE SEÑALA EL REFUGIO. SE DIRIGEN ALLÍ. SOLO HABLA ÉL. SIGUE LLOVIENDO. COMIENZAN A DISCUTIR CUANDO ESTÁN CUBIERTOS. ELLA SE LEVANTA LAS GAFAS Y LE HACE UN GESTO INDICÁNDOLE EL OJO. EL HOMBRE SIGUE HABLANDO, PONE LAS MANOS JUNTAS SOBRE SU PECHO. LE DICE ALGO QUE ELLA NIEGA CON LA CABEZA.

II

MANUELA SE DESPIERTA. MIRA A SU LADO DERECHO. JULIÁN ESTA DORMIDO. HAY POCA LUZ. ELLA SE SIENTA EN LA CAMA. SE PEINA CON LOS DEDOS Y SUSPIRA. COGE DEL SUELO UN SUJETADOR ROJO, SE LO COLOCA, SE LEVANTA, DA UNOS PASOS Y SE AGACHA PARA COGER SUS BRAGAS. BUSCA EL RESTO DE LA ROPA. JULIAN SE GIRA. MUEVE EL BRAZO EN BUSCA DE ELLA. LE DICE ALGO A MANUELA. ELLA SE ECHA A LLORAR.

© Miguel Urda



FOTO  TOMADA DE  GOOGLE

11/08/2012

Frente a la estación central


Faltaban cinco minutos para las ocho pero ya estaba allí, en el lugar que ella le había indicado. No, no estaba nervioso, o intentaba reflejarlo. Era invierno pero el sudor le corría por la frente. Sería por el exceso de abrigo, se dijo.

Cuatro minutos para la hora de la cita y no la veía aparecer, ni siquiera distinguía una figura humana en la oscura y desierta lejanía. Cotejó, de nuevo, que el reloj de la muñeca y del teléfono móvil estuviesen sincronizados. Dos minutos para las ocho y a pesar del intenso frío del mes febrero tenía el cuerpo empapado en sudor. No quería pensar en la cita, pero era algo imposible de apartar de su cabeza.

Las campanas comenzaron a dar las ocho y compitiendo en agudeza visual sobre que reloj mirar primero para comprobar la exactitud de la hora, sus ojos se inclinaron por los dígitos que marcaban el aparato telefónico. Cuando sonó la octava campanada ya había comprobado por tres veces que ambos instrumentos marcaban la misma hora, sin diferencia alguna de segundo.

Ocho y un minuto. Ya llega tarde aunque sólo son sesenta segundos, pero ya pasa de la hora indicada. Seguía sin distinguir la aparición de persona alguna. Volvió a mirar el reloj. Dos minutos pasaban de la hora a la que le citó. Un coche se acerca, se detiene delante de él, lo conduce un hombre, le acompaña una chica joven, no consigue verla bien, pero es ella, el pelo largo y lleva una bufanda roja, el indicativo de que es la chica con quién ha quedado. El corazón comienza a tomar velocidad, a latir a un ritmo muy apresurado. Intenta tragar saliva pero su garganta está seca. Se abre el coche, la joven mujer se despide con un beso de su conductor. Suda, tiene las manos y la frente transpiradas; la chica es más baja de lo que él esperaba. Va a decirle su nombre, ella ni siquiera se da cuenta de él, solo comprueba el reloj y comienza andar con paso ligero hacia el interior del edificio.

El corazón vuelve, tímidamente, a su lugar.

Ocho y tres minutos. Ninguna silueta se percibe en los alrededores más próximos a él. Tres minutos, son sólo tres minutos de retraso. Comprueba el reloj de muñeca y después el nudo de la corbata roja, que ella le ha dicho que lleve puesta. El reloj digital marca las ocho y cuatro. Un corto paseo de diez pasos para intentar apaciguar el nerviosismo. Busca un ruido, un gesto, algo que le diga que alguien se aproxima pero nada, ni por la derecha ni por la izquierda. La plaza está ocupada por la fría soledad de una noche invernal.

Piensa si es el sitio que ella le había dicho. Relee el SMS le había enviado esa mañana: “a las ocho frente a la Estación Central”.

Ocho y cinco minutos. Cinco minutos puede considerarse como un retraso bastante considerable. El dígito cambia a seis mientras mira el aparato. Un ruido, un ruido conocido suena dentro de su nerviosismo, proviene del teléfono móvil. Un nuevo SMS.

Un intenso escalofrío había recorrido su cuerpo cuando termino de leerlo.


© Miguel Urda

Imagen Google

10/02/2012

Las historias secretas que Hopper pintó







Que dos vertientes culturales, como son pintura y escritura, se den la mano es algo común y repetido infinidad de veces a lo largo de la historia. El caso de Las historias secretas que Hopper pintó (Icaria editorial) no va a ser menos. Es un libro basado en una serie de relatos donde la autora, Erika Bornay, nos deleita con diecinueve relatos inspirados en cuadros de este pintor estadounidense.
Hay quien dice que es fácil hablar −criticar, opinar, disertar...− sobre un cuadro, pero adentrarse en el mundo de un lienzo, y aún más, en la hierática atmósfera que Hopper consigue transmitir en sus cuadros, no es fácil. Pintar un cuadro es contar, es narrar,... es la parte diseccionada de esa historia que el pintor quiere mostrarnos y en cierta medida hacernos cómplices de ellas. Para este libro la autora ha tenido que adentrarse más allá del propio cuadro, ha tenido que inventarse diecinueve historias, mimetizarse y darle coherencia a texto y cuadro, para que no desentonen.
Relatos que comprenden desde una historia de amor femenina, hasta el asesinato de un marido, pasando por un padre incapaz de demostrar su afecto hacia su hijo, la soledad
El libro se lee sin dilación ninguna, con una lectura fácil, amena y agradable para el lector.
La autora ha conseguido que como lector me acerque al papel, al hecho, el motivo, a la secuencia de cada cuadro y por lo tanto a cada historia. Como lector inquieto y curioso me ha llevado a preguntarme ¿cómo ha sido la trama?, ¿la elaboración de cada relato?, ¿cómo ha inventado esa historia para ese relato? ¿que le ha llevado a asociar tal dibujo a una muerte, a un desencanto, a una traición...? ¿como ha inventado esa historia? ¿qué parámetros han sido los decisivos para aplicar esa historia a tal cuadro? ¿por qué esos cuadros?.. por que. ese trabajo, que el lector no lo percibe existe, se lo puedo asegurar.
Erika Bornay, profesora de Arte de la Universidad de Barcelona, nunca llegará a la categoría de autora de relatos como Roth, Aldecoa, Millas o Munro,.... Tiene publicados varios ensayos y la novela Los diarios de Fiona Courtauld. Este es su primer libro de relatos. Y ha conseguido que sea un un libro totalmente recomendable, para introducirte sin dilación alguna en el mundo de Edward Hopper y en la realidad estática del preciso instante de lo que el artista quería retransmitir. Estoy convencido que si Hopper leyese el libro, estaría totalmente de acuerdo con las historias que Erika Bornay ha creado para hacer la simbiosis con sus cuadros.
Un gran trabajo, para un buen libro que gracias a la exposición de Hopper del Museo Thyssen Bornemiza en Madrid, ha vuelto ver la luz en las librerías.

© Miguel Urda

9/23/2012

FABIA




En un rincón del ropero, semiocultos entre jerséis arrebujados y desechados encontré los patines de acero y velocidad muda. Mi madre me los había escondido cuando suspendí las matemáticas en el último curso del ciclo superior. El berrinche me duró varios días, aunque ella me dijo que la culpa de que no los disfrutase la tenía yo. «Haber dedicado más tiempo a las matemáticas», me espetó. Entonces, cogía aire e impulso para gritarle que las matemáticas no me gustaban, que odiaba los cosenos, las tangentes, los números primos y que, sobre todo, odiaba, odiaba y odiaba a la señorita Hortensia. Le decía que me vengaría de ella, que jamás tocaría los números… Pero la fuerza se me iba en la expulsión del aire, agachaba la cabeza y me dirigía al jardín a buscar saltamontes y salamanquesas para apagar mi ira con ellos.
¿Cuánto tiempo han estado los patines escondidos tras los jerséis de mi madre? Los cogí con cuidado, como si fuesen algo muy frágil y que el tiempo pudiera resquebrajar. Los observé detenidamente. Tenían cuatro ruedas rojas con un mínimo desgaste, incluso podía percibir el olor a nuevo. De repente, me vino a la cabeza el precio que me costaron, fueron dos mil quinientas pesetas de la época. Estuve ahorrando desde las Navidades hasta mi cumpleaños, en mayo, para poder comprármelos. Los usé muy poco tiempo.
Casi veinte años han estado ocultos. Comencé a hacer cálculos sobre el tiempo pasado sin ellos cuando escucho la voz de Aurora subiendo las escaleras.
-¿Dónde estás, cariño?
Sin saber muy bien por qué y como si fuese un delito o algo prohibido, escondí los patines rápidamente para que no los viera.
Cuando llega, me da un beso y un leve pellizco en el moflete derecho. «Todo lo que se pudo hacer se hizo», me dice con una voz entre lastimosa y apenada. Asiento con un gesto automático. Me molesta su presencia. Me apetece quedarme solo de nuevo.
—Estoy bien, cariño, solo un poco confuso, pero estoy bien, no te preocupes —le digo mientras la abrazo, como si quisiera reconfortarla más a ella que a mí.
—Está anocheciendo —responde mi mujer—. Será mejor que nos vayamos o encontraremos caravana para entrar en la ciudad.
—Déjame cinco minutos más, por favor, y nos vamos.
Sin responder, ella sale de la habitación, que va ganando en penumbra.
Vuelvo a sacar los patines de su escondite. ¿Por qué nunca los tocó mi madre? ¿Por qué no me los devolvió? ¿Por qué me olvidé tan pronto de su existencia?
Me los pruebo por encima, los pongo al lado del zapato derecho. Mis pies ahora son más grandes que los patines. Busco el número de pie que calzaba en mi adolescencia, la escasa luz no me deja descubrirlo. Ahora los fabrican de forma diferente, van con las ruedas en el centro porque dicen que soportan mejor el equilibrio. Más modernidad, más avances para conseguir desplazarse a velocidad por las calles sintiendo el aire en el rostro. La pregunta de por qué los abandone tan pronto continúa girando en mi cabeza. Una palabra y un sonriente rostro adolescente italiano aparece en mi memoria: Fabia. Fue un verano lleno de descubrimientos.
Mi mujer grita desde abajo: «Voy a poner el coche en marcha».
Vuelvo a esconder los patines en el mismo sitio. «Mañana vendré a buscarlos», pienso. Mientras, un nombre ronda por mi cabeza: Fabia.


© Miguel Urda