Suena
mi teléfono móvil. Un número desconocido. Lo cojo y escucho un
“hola”, seguido de un apelativo cariñoso perteneciente a mi
infancia. Reconozco enseguida la voz de un amigo y que ambos llevamos
mucho tiempo sin vernos y sin hablar.
Me pregunta si me
he enterado. “¿De qué debo haberme enterado?”, le
pregunto. Ha muerto la madre de otro amigo de la calle de la niñez.
Le respondo que no me he enterado. A la pregunta de que voy a hacer
no existe duda alguna: debo ir al velatorio. Tras hablar un rato de
cómo nos va la vida y concretar que yo tengo dos horas y media de
carretera desde el lugar en que vivo actualmente hasta el pueblo de
mi infancia, quedamos en llegar juntos al cementerio a primera hora
de la noche.
Fue vernos y fundirnos en un abrazo que nos perpetuaba
cómplices de la infancia y, tras unas breves palabras sobre uno y
otro, partimos hacia el santo lugar. Allí coincidimos con el resto
del grupo de amigos de la calle que nos vio crecer. Estábamos todos:
cuatro chicos y dos chicas. Tras dar el consabido pésame, acompañar
a nuestro amigo por la muerte de su madre, alguien sugirió ir a
picar algo. Y nos fuimos
los seis amigos del ayer y el cónyuge de uno. En el restaurante, a
pesar de la incomoda
situación,
evidentemente la conversación fue el pasado y
de regreso al cementerio uno dijo una chorrada que tuvo respuesta por
parte de otro, al cual siguió otro... bajo la mirada atónita del
marido de una amiga. Y así estuvimos hasta llegar a la sala de
duelo, donde volvimos a guardar la compostura. Por momentos, el ayer
seguía intacto.
Abrazos
de despedida mientras justificamos cómo es la vida. Lanzamos al aire
la promesa de vernos más. Ya en el coche y de regreso a mi casa,
pienso en la inexorabilidad, en los vínculos que crea la niñez y
cómo el paso del tiempo no ha podido con ello. Busco en el Spotify
del móvil una canción de Presuntos Implicados, Cómo
hemos cambiado, y me
pongo a tararearla mientras me sumerjo en los kilómetros de la noche
y pienso en la remota infancia, que sigue impoluta, y en la urna del
tiempo.
©
Miguel Urda Ruiz, texto
Foto, Internet